08/07/2018
El dolor del profeta
Domingo XIV T.O.
Ez 2, 2-5
Sal 122
2 Cor 12, 7b-10
Mc 6, 1-6
Es sencillo acreditar tu sabiduría cuando con ella reafirmas
la vida de tus paisanos. Puede que nada ensalce más la propia vanidad que
alguien de reconocido prestigio venga a decirnos que vamos por el buen camino.
Si esa persona resulta ser cercana y conocida el orgullo patrio te llena el
alma. Quien triunfa fuera, quien lleva lejos el nombre de tu pueblo y vuelve
para confirmarte en tu vivir cotidiano merece ver su nombre en la placa de una
calle o plaza. El problema es cuando el personaje célebre, famoso en este caso
por realizar prodigios sorprendentes que mejoran la vida de los otros y por
presentar una nueva perspectiva de esa estructura religiosa y socioeconómica ante
la que nos doblegamos aunque consideremos injusta, nos dice que nosotros somos también
parte del problema; cuando nos pone delante nuestra cuota de
responsabilidad en la situación; cuando nos pide dejar de lado nuestra perspectiva
legalista apoyada en una conciencia ritual incapaz de ver más allá de sí misma;
cuando, en definitiva, el profeta surge como enviado de Dios que trae un
mensaje incómodo de su parte para hacernos reaccionar frente a la marcha de un
mundo destinado a ser casa común y convertido en una parcelación excluyente. La
mejor arma entonces es recurrir al pasado conocido de ese profeta, hacer
memoria para recordar que es uno como nosotros, cuyos defectos e
imperfecciones nos son conocidos desde siempre. Éste, de quien lo sabemos todo,
no ha podido recibir un mensaje ni una misión especial de Nuestro dios. Es
imposible.
El profeta es el hombre que se ha abierto al mensaje,
que se ha vaciado para acoger la Palabra y convertirse en caja de resonancia
que acerque al mundo la vivencia de la divinidad que lo habita y que lo
impulsa. No habla sus palabras, sino aquellas que Dios le susurra en el corazón,
aquellas que incomodan porque exigen también del pueblo esa misma acogida, ese
mismo vaciamiento. Y el profeta, que habla en lugar de Dios, cuya palabra brota
del silencio acogedor en el que él mismo se ha convertido y en el que resuena
la Palabra que lo anima, se enfrenta ante la incomprensión de quien no quiere
acoger ese mensaje que le llevaría a una conversión radical y a una
aniquilación de sus privilegios. No puede, ante la cerrazón, transformar nada,
sanar a nadie. A este profeta le duele el aguijón de ver como sus vecinos, sus
amigos, sus seres amados, son incapaces de acoger su mensaje. Esta experiencia
de Pablo, que no se ha podido concretar, bien pudiera ser el dolor de la
impotencia humana del profeta ante la cerrazón de su gente. “Sólo mi gracia te
basta en ese momento”, oye en su corazón; confía en que Dios sabrá cómo llegar
a su corazón y finalmente sabrán que hubo un profeta entre ellos, sabrán que tu
mensaje no era ocurrencia tuya. Nadie es obligado a nada, pero todos tendrán, en
algún momento, la ocasión definitiva en la que puedan optar sin duda alguna.
Ciertamente, mejor es llegar hasta ella con el alma ligera, con el equipaje
justo que no impida la resonancia en el alma del Amor que nos convoca. Mientras
tanto, por ellos y por él, le queda al profeta presentar a Dios la herida del sarcasmo
de los satisfechos y no desesperar de su misericordia, manteniendo los ojos
fijos en él, en sus manos, en su acercamiento al ser humano.
Pablo Gargallo. El Profeta |
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