11/11/2018
El Dios del extranjero.
Domingo XXXII T.O.
1 R 17, 10-16
Sal 145, 7-10
Hb 9, 24-28
Mc 12, 38-44
La viuda de Sarepta renunció al propio pan y al de
su hijo para dar de comer a un peregrino hambriento porque así se lo había
“ordenado” el mismo Dios, según un versículo anterior que nuestra lectura de
hoy no recoge. Una extranjera era destinataria de la palabra de Dios. Una mujer
sin posesiones ni más posibilidades de salir adelante, llamada a dar su vida y
la de su propio hijo a favor de un caminante que llega desde un pueblo que la
desprecia por su raza y por su género. Ella estaba ya resuelta a morir y pasar
al olvido, tal vez por ello no le cuesta obedecer a un dios extranjero, sin
mucha diferencia con los propios. Todos ellos la olvidan y condenan de la misma
manera. Sin embargo, Elías le dice que no será así. Él le revela que donde los
propios recursos, por pequeños que sean, se ponen a disposición de los demás,
la vida no tendrá fin y no podremos llegar nunca a agotarla. Algo distinto hay
en el Dios de este extranjero que no deja vaciar las tinajas y las orzas que se ponen a disposición de los demás.
Algo muy distinto al compararlo con esos sacerdotes
que, aunque bienintencionados, ofrecen sacrificios continuamente porque
presentaban siempre algo ajeno y externo a ellos. Mucho más si lo comparamos
con aquellos escribas, expertos en la Escritura, que no sólo buscaban honores y
reconocimiento, sino que notoriamente y con la connivencia de todos los demás,
expoliaban a las viudas bajo el pretexto de largos rezos, como si ellos
estuviesen más capacitados que ellas. Sólo ellas, las viudas, imagen de la
pobreza, de la necesidad y de la explotación, son capaces de dar lo poco que
tienen desposeyéndose así de toda
pertenencia. Para las clases dominantes, cualquier recurso es bueno a la hora
de perpetuar la opresión. También la religión lo es. Lo ha sido durante muchos
años. La verdadera religión es aquella que saca lo mejor de cada ser humano y
sabe valorarlo en su verdadera medida, no en aquella otra definida por la
efectividad, sino en la que reconoce el valor de lo pequeño y de lo sincero, de
aquello que se entrega arrancándoselo de lo propio, en la oferta gratuita de sí
mismo.
Esta es también la ofrenda de Jesús: él entrega su
propia vida sin excusarse nada. Por eso es la mediación definitiva, la
destrucción de la tiranía del pecado. No estamos ya presos del instinto ni de
cualquier otra determinación que nos aparte del amor de Dios. Lo que el autor
de la carta a los hebreos y los suyos identificaban con el fin de la historia
podemos entenderlo hoy como lo definitivo. Jesús aporta la plenitud de la
revelación, el desvelamiento de la realidad a la que toda naturaleza humana
está llamada. El surgimiento y la evolución de la especie ha estado desde
siempre encaminado a esta plenitud que trascenderá la muerte, como realidad
física y como fruto de la autodonación de cada uno. El don de Dios es Dios
mismo: la Vida incontenible, capaz de saltar cualquier barrera y la aceptación
de ese don es el comienzo de una entrega personal, de un morir cotidiano que va
revelando el juicio de Dios, su punto de vista, su opción por aquellos
abandonados de todos, independientemente de su mérito. Dios es amor gratuito
que se entrega sin motivo y, especialmente, a quien más amor necesita. Quien lo
espera como única salida posible y lo descubre presente en su vida se sitúa en
su misma dinámica de donación, aunque sea el Dios de un extranjero.
El Dios del extranjero |
Gracias Javier
ResponderEliminarA ti, por tu fidelidad y apoyo.
EliminarUn abrazo.
Infinitas gracias desde México. Además de este blog ¿tienes algún libro u otro espacio donde pueda leerte?
ResponderEliminarSaludos.
Gracias a ti, Patty.
EliminarNo, no tengo nada más. De momento el ritmo de lo cotidiano no me permite mucho más.
Un abrazo.
Muy bien, Maestro... Ya tengo otra lectura obligada todas las semanas. Un fuerte abrazo, amigo.
ResponderEliminarOtro abrazo para ti.
EliminarSi me permites un consejo,no te tomes nada como obligación.