04/11/2018
Un Reino para todos.
Domingo XXXI T.O.
Dt 6, 2-6
Sal 17, 3b-4. 47a. 51a
Hb 7, 23-28
Mc 12, 28b-34
La Ley cumplió su función. Tenía como objetivo explicar
la manera práctica de tener siempre presente a Dios como único Señor y mostrar
en qué manera esa convicción repercutía en la vida del pueblo, en las
relaciones entre todos los hermanos. Ha cumplido su función, pero su validez no
ha pasado, pues guarda en ella el tesoro de la realidad que contempla y
describe. La relación con Dios y con el hermano es la clave de su interpretación,
del mismo modo que lo es para interpretar la vida de cada persona. Esa validez,
no obstante, puede renovarse y aumentar su fecundidad si es convenientemente puesta
al día. Jesús reconoce el papel que ha cumplido la Ley y potencia su validez actualizándola,
trayéndola a su presente en una síntesis vital que todos pudieran entender: “Amar
a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo”. Quien así lo
entiende sabe que todo lo demás queda por debajo y que cualquier holocausto o
sacrificio es inferior a esto. La realidad se interpreta ahora según el prisma
del Reino. En el amor está la clave del nuevo modelo. A Dios y al hermano nos
acercamos amándolos. La Ley debe transformarse en esa actitud vital a la que
llamamos amor. Es decir, hemos de empeñarnos en buscar y desear siempre lo
mejor para Dios y para los demás, pues eso es el amor.
Buscar lo mejor para el hermano puede estar claro,
pero ¿cómo buscarlo para Dios? me pregunto. Salvo enfermedad u otra causa
grave, lo mejor para un padre es siempre el bien de sus hijos. “La gloria de
Dios es que el hombre viva”, enunció hace ya siglos un hombre santo, “y la vida
del hombre es ver a Dios”, concluyó. Una vida buena, ajustada a lo que es
necesario y justo, sin apremios insatisfechos ni opulencias dilapidadas, que
garantice el desarrollo de cada persona como ser llamado a relacionarse
libremente con sus semejantes y con el Amor que se manifiesta en todos ellos
será una vida plenamente humana que le lleve a ver y reconocer plenamente a ese
Amor al que llamamos Dios, autor de la vida, en los rincones más pequeños de
cualquier geografía física o política. Ver a Dios no es rendirle pleitesía o escenificar
un culto alienante. Ver a Dios da vida al hombre y éste glorificará al creador procurando
vida a todos sus semejantes para que también ellos puedan reconocerle y
glorificarle. A esta situación Jesús la llama reino de Dios, este es su Reinado
entre la humanidad, sin fronteras ni excluidos. Ni lugar utópico, ni futuro
soñado; tenemos tan sólo este mundo para transformarlo, todo lo demás, sea como
sea, se nos dará por añadidura.
En esa transformación todos jugamos un papel
determinante. Todos somos mediadores entre Dios y los demás. Todos somos
portadores de Dios. Todos somos Amor en acto acercándose a los demás. La
antigua Ley cumplió su función, decíamos, y originó una mediación temporal, que
debía purificarse continuamente. Jesús inauguró una mediación definitiva que el
Padre rubricó con un juramento personal
y posterior a la Ley. Este sacerdocio eterno fue por él mismo compartido con todos
en virtud de su humanidad perfecta, pues por ella tenemos la seguridad de que cuanto
él hizo es accesible para nosotros, sin excepción. Verdadero hombre y verdadero
Dios, sin confusión ni mengua en ninguna de ellas. Todos estamos llamados a ser
personas y mediadores como el mismo Jesús.
Un Reino para todos. |
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