11/08/2019
Sobre la prudencia
Domingo XIX T.O.
Sb 18, 6-9
Sal 32, 1. 12. 18-20. 22
Hb 11, 1-2. 8-19
Lc 12, 32-48
Insiste Jesús en que no nos apeguemos a las
riquezas materiales. Somos de naturaleza enamoradiza y el corazón se nos pega
al tesoro sin que podamos remediarlo. Es por eso que conviene distinguir bien
un tesoro de otro. Amamos aquello que da sentido a nuestra vida y, sin
excepción, ese sentido nos va definiendo. Cuanto más nos gustamos más nos
amamos. El único problema es encontrar el gusto en aquello que nos construye
como si fuéramos bienes intercambiables: piezas fijas en un tesoro que encadena
a otros. Jesús, por el contrario nos
invita a estar siempre preparados para el cambio. La cintura ceñida… con esas
fajas que se ponían para trabajar los hombres de campo; con las lámparas
encendidas… para mantener claro el criterio que rompe la oscuridad. Es ese
criterio lo que nos hace prudentes. Y resulta que prudencia no es el simple
precaverse, ni el conservar lo recibido con la excusa de entregarlo igual.
Según la tradición de la Iglesia, el hombre prudente es aquél capaz de
discernir ante las nuevas situaciones y optar por aquello que en el momento sea
más conveniente para mantener la fidelidad al mensaje inicial: “Amaos”.
Acertadamente se dice que ante situaciones nuevas, deben implementarse medidas
nuevas. Que la revelación es una experiencia histórica se percibe en esa
complejidad creciente que hace del mundo un sitio tan cambiante en el que nada
nuevo hay pero donde nada aparece dos veces con la misma piel.
¿A quién colocará el Señor al mando de todo esto?
pregunta Jesús a los discípulos, un tanto despistados. Y les responde él mismo:
A quien ya se comporte así. La Iglesia no es lugar donde lucir títulos; no
porque todos deban dar un paso atrás presumiendo de humildad, sino porque nadie
tiene que esperar a recibir el encargo para empezar a desempeñarlo. Todos somos
responsables, no hay cabecillas ni francotiradores. Mucho se nos ha dado;
levanta la cabeza y mira a tu alrededor. Y se nos ha confiado, nada menos, que
a todos nuestros hermanos, comenzando por los más próximos. Si sólo custodiamos
los bienes recibidos, sin hacerlos fructificar ¿A quién beneficiarán? Si, por
miedo a que se extravíen, tan sólo exhibimos
a quienes deberíamos colocar en el camino de la búsqueda ¿Cómo van a encontrar
nada? No hay ninguna diferencia entre eso y vapulearles como a los pobres
criados de la parábola.
Como nuestros padres hebreos vivimos en el
preanuncio de lo que ha de suceder, para que, al verlo, reconozcamos a aquél en
quien hemos creído. Y la señal de reconocimiento es que lo bueno para nosotros
no lo es para los demás, porque resulta que Dios no es imparcial y colocándose
del lado de unos lee la cartilla a los demás. La fe no es creer lo que no se
ve; es ver aquello que para los demás es invisible. Aquello que es intangible
para quien sigue acumulando riquezas y para quien se empeña en hacer
ostentación de las tradiciones como si fueran inamovibles. La fe nos salva de
la muerte donde encallan quienes se aferran a
lo visible y a lo racional y renuncian a esperar con mayúsculas, poniendo
de nuestra parte para que esa opción divina pueda materializarse y ser efectiva
y sanadora para todos: para los liberados y para los que se creían libres sin
advertir su propia esclavitud. Quien no dejándose capturar consigue esto en el
lenguaje de su propia generación es, realmente, una persona prudente.
Sobre la prudencia |
...en los ojos de los que ven
ResponderEliminarLo Real tejido del envés
Son los ojos más lúcidos.
EliminarGracias.