24/05/2020
Del color de
los árboles
Domingo VII
de Pascua. La Ascensión. Si quieres ver las lecturas pincha aquí
Hch 1, 1-11
Sal 46, 2-3.
6-9
Ef 1, 17-23
Mt 28, 16-20
Tras su resurrección Jesús no ha vuelto a la vida.
¡Está vivo! Que es diferente. La vida es este regalo maravilloso que estrenamos
cada día al abrir los ojos, muchas veces sin darnos cuenta. Pero pese a su
maravilla es un período en el que creemos percibir el mundo sin error. Como los
discípulos que después de todo aún querían que Jesús restaurase el reino de
Israel. Ni ellos pudieron, ni nosotros podemos evitar nuestra percepción
limitada. En realidad, vemos el mundo como somos. Nuestros ojos captan el color
de la longitud de onda que los demás cuerpos no pueden absorber. De entre la
gran variedad de ondas existentes sólo podemos ver ese pequeño rango que
compone nuestro campo de visión. Cualquier humilde insecto pueden ver muchos
más colores que nosotros. De modo similar, nuestra vida es lo que somos pero no
es la Vida. Nada más engañoso que aquello que damos por sentado por haberlo
visto. La gran invitación de Jesús es a trascender eso que somos, esto que
vemos como real, a mirar siempre más allá, a creer en nuestras intuiciones y su
palabra: ¡Esto puede ser diferente!
Para captar esa diferencia, nos dicen hoy las
lecturas, hemos de estar atentos a aquel que está siempre viniendo: al
Espíritu. Siempre viniendo porque ya dijimos que es amor circulando entre Padre
e Hijo y esa corriente no se interrumpe nunca pues ambos están vivos. La
Ascensión es el retorno del Hijo al Padre y en ese retorno está presente la
humanidad, lo común a todos los humanos, y por tanto, todos nosotros estamos
allí, inmersos en ese dinamismo; en la corriente que nos impulsa a todos a
abandonar una sacralidad arquitectónica como la de Jerusalén para llegar a Samaría,
terreno de herejes, buenos prójimos pero paganos y de allí a los confines del
orbe para anunciar a todos que este mundo es mucho más que la ínfima parte que
ahora podemos conocer de él. Estamos llamados a desbordar nuestra comprensión y
expandir nuestro ser en busca de infinito. Y hallamos todo esto escrito en
plural, porque nadie viaja demasiado lejos yendo solo.
La ascensión de Jesús no fue un hecho histórico que
los discípulos presenciasen. Probablemente hasta después de Pentecostés no
tuvieron conciencia de nada más que de aquello que vieron. Gracias a la ventaja
que dan los años y la liturgia nos anticipamos hoy al Espíritu y reconocemos este
momento como una invitación a trascender esta vida de ahora para buscar juntos
con Jesús la Vida en plenitud. Así, aterrizando en nuestros días, ahora que
vamos dejando atrás este confinamiento se nos llama a abandonar esas actitudes
que hayan podido lesionar de alguna manera a las personas y al planeta. No
podemos volver a la misma vida que antes. Tenemos que ascender y encontrar un
modo nuevo de situarnos en el mundo, un modo nuevo de percibir la realidad, una
ampliación del campo visual. Conocemos ya mucho del funcionamiento de nuestro
mundo y de las repercusiones que nuestras acciones tienen sobre él y hemos de
generar vida auténtica. El mundo son personas concretas, una naturaleza
concreta. Pero también somos nosotros mismos que vivimos pensando que los
árboles “son” verdes y que también nosotros somos como somos. Ya en el siglo IV
Agustín de Hipona aconsejó: “Conócete, acéptate, supérate”. En esta dinámica,
como reconocimiento y colaboración en la acción de Jesús el Hijo, consiste la
ascensión a la que hoy se nos invita.
Del color de los árboles |
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