14/06/2020
Corpus
Dt 8, 2-3.
14b-16 Si quieres ver las lecturas pincha aquí
Sal 147,
12-15. 19-20
1 Cor 10,
16-17
Jn 6, 51-58
Para una mentalidad religiosa que ve a Dios como
responsable de todo cuanto pasa es posible concebir que ese ser divino te lleve
al desierto para probarte, que te coloque al límite de tus fuerzas y que
después te alimente milagrosamente. Un alma religiosa que percibe a Dios a su
alrededor y lo siente en sí misma lo verá más bien acompañándole en cualquier
adversidad hasta el extremo de hacerse él mismo alimento capaz de sostenerla en
cualquier situación. “Recuerda, pueblo, como el Señor ha estado siempre
contigo…” Ese mismo Dios que se empeña
en estar con nosotros se hizo hombre, haciéndose disponible, colocándose a
nuestro alcance, a nuestra merced. Y sigue empeñándose en nacer en cada uno de
nosotros; ese es el testimonio de las grandes corrientes espirituales
(místicas, dicen algunos, pero la palabra aún asusta). Dios se hizo uno de
nosotros, asumió la persona de Jesús de Nazaret y dejó así claro cómo todos
podemos dejarle nacer en nuestro interior, cómo todos podemos dar rienda suelta
a la divinidad que nos habita. Porque el único pecado del mundo es intentar
sofocar aquello que quiere desbordarnos desde nuestro interior. Las
consecuencias de esta pretensión son eso que denominamos el mal, la negación de
Dios, la cruz del mundo.
El cuerpo es el centro. Es aquello que nos define
frente a los demás, a la realidad exterior, al mundo y que nos permite comulgar
con todos ellos y con Dios; está llamado a ser lugar de encuentro, de expresión
de nuestra identidad más profunda. Es imagen de nuestro verdadero y más
profundo yo. Una vez transfigurados, tanto el yo como el cuerpo están llamados
a unificarse plenamente y ser parte de un todo mayor, célula de un cuerpo real
que nos agrupe a todos. Jesús no se reservó para sí ni tan siquiera su propio
cuerpo y nos lo ofreció como alimento. Su alimento era hacer la voluntad del
Padre, dijo en cierta ocasión; el nuestro es su cuerpo, su manera de vivir y de
relacionarse, su modo de entregarse hasta el final. Comulgar en ese cuerpo no es
algo privado y espiritualizante que nos sumerja en una intimidad privativa con
Dios; es ofrecer el nuestro propio como él lo hizo. Partirnos y derramarnos para
ser alimento. Estos son los efectos del
alimento verdadero, la vida en Dios que con él se nos da. El resultado de la
acción de Jesús el Cristo fue este nuevo cuerpo en el que todos nos unimos, esa
nueva realidad que se va construyendo con el ofrecimiento y la acogida mutua de
uno a todos los otros.
Y, sin embargo, nos empeñamos en colocarlo donde él
nunca quiso estar y agasajarlo con honores que él nunca aceptó. Hemos hecho del
don un premio y nos hemos vuelto de espaldas frente a los cuerpos que nos gritan
desde las cunetas. Las custodias más bellas y los más preciosos sagrarios se
mueven sobre las calles y los campos y pocas veces los reverenciamos tanto como
a aquellos otros a los que incensamos constantemente. Se va acercando el
momento de reconocer a todo hombre y mujer como signo de presencia real, como
alimento y como hambre a la vez. Como hambre que nos pide hacernos pan y como
alimento que regenera nuestra fe y nuestra propia experiencia, que nos abre a
los demás y a Dios a través de ellos.
Corpus |
Gracias
ResponderEliminarA ti, compañera.
EliminarGracias por esta hermosa reflexión. Me ha llegado cómo el único pecado es intentar sofocar aquello que quiere desbordarnos desde nuestro interior. Ojalá esta fiesta del Corpus nos ayude a profundizar en el don de Jesús y su entrega. También nosotros estamos llamados y llamadas a seguir sus pasos...
ResponderEliminarGracias a ti. Como dices, todos estamos llamados a profundizar en su don y hacerlo nuestro. Un abrazo.
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