21/06/2020
La debilidad
que clausura el miedo.
Domingo XII T.O. Si quieres ver las lecturas, pincha aquí
Jer 20,
10-13
Sal 68,
8-10. 14.17. 33-35
Rm 5, 12-15
Mt 10, 26-33
El buen Jeremías confiaba en la venganza de Dios
sobre sus enemigos. Él, que era un hombre sencillo, aceptó la misión que se le
encomendaba convencido de que aunque le fuese mal, Dios, antes o después,
tomaría partido por él y humillaría a esos vecinos malvados. De forma similar,
el salmista se acoge al amparo de Dios y le recuerda sus muchos oprobios. Todos
ellos fueron sufridos por obedecerle. A pesar de todo no pierde la confianza en
él y sabe que los humildes están a salvo en su regazo pues el Señor escucha a
sus pobres, no desprecia a sus cautivos. Quienes, como Jeremías, confiaron en
el Señor no han de sentir miedo alguno. Así le ocurrió también a Jesús que nos
trajo el don definitivo de la gracia acabando con la dictadura de la muerte y
el pecado. Él solo fue capaz de liberarnos a todos; esa es la gran
desproporción: un único justo puede acabar con todo el pecado, desbaratar la
efectividad de la muerte. No es que estuviese solo, es que Dios estaba con él,
contando cada uno de sus cabellos, asegurándose de que cada gorrión caiga en el
momento justo…
Y llegamos aquí al quid de la cuestión. A. Pronzato
llama nuestra atención sobre el hecho de que en el texto griego del evangelio
de hoy no aparece esta afirmación. Lo que allí nos dice Mateo es que ni uno
solo de esos gorriones “cae a tierra sin vuestro Padre”. Es cierto que la
traducción que aparece en nuestras Biblias puede inferirse de este texto pero
yo no veo la necesidad de subrayar tanto esa voluntad omnipotente. Con lo
sencillo y entrañable que resulta insistir en la literalidad y afirmar: si Dios
cae con los gorriones ¿Cómo no va a caer con nosotros? Ciertamente, está
fundada la llamada a la esperanza y la exhortación a abandonar el miedo pues
Dios nos acompañará siempre. No hay sufrimiento en el que Dios no habite, sobre
todo si ese sufrimiento viene como resultado de escuchar su palabra y aceptar
su encargo. Ese es el contexto en el que Jesús dice estas palabras a sus
apóstoles: les envía para proclamar que el Reino de Dios está a las puertas y
les arenga para que no sientan temor. Dios estará con ellos siempre, incluso
cuando menos perceptible sea, cuando todo su mundo se haya desintegrado y
cuando sólo quede la posibilidad de lamentarse, como al pobre Jeremías le
ocurrirá con el tiempo.
No está la confianza en Dios en esperar el mal de
quien te persigue, sino en saber pararte para descubrirlo presente en esos
momentos en los que ya nada más puedes ver; en descubrir que ha caído contigo
porque se ha hecho débil para acompañarte en el ascenso hasta la azotea. Pero
no sólo vale esta afirmación para los apóstoles con prurito evangelizador, sino
para todo aquel que sufre por causa de la opresión económica o social y para
quien vive angustiado por el remordimiento, ya sea justificado o impuesto a
base de machacona insistencia. Precisamente para estos últimos recuerda Pablo
que por mucho que abundase el pecado más sobreabundó la gracia y va siendo ya hora de ir desdeñando tanta
insistencia en el pecado. Mientras que a todas las víctimas les es susurrado al
oído en plena noche el mensaje de que el Reino se acerca y con su proximidad
llega también el tiempo de exigir juntos el respeto debido a su dignidad, a plena
luz y desde las azoteas.
La debilidad que clausura el miedo |
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