sábado, 12 de agosto de 2023

SAL SIN MIEDO. Domingo XIX Ordinario.

 13/08/2023

Sal sin miedo.

Domingo XIX T.O.

1 R 19, 9a. 11-13a

Sal 84, 9ab-14

Rm 9, 1-5

Mt 14, 22-33

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Ya hemos dicho en alguna ocasión que el pueblo de Dios era poco marinero. Para ellos el mar abierto era un lugar peligroso; símbolo de muerte. El mar de Galilea en el que los amigos de Jesús pescaban es, en realidad, un lago de agua dulce alimentado por las aguas del Jordán y constituye la mayor conquista de aquel pueblo en este campo. Pese a su tamaño, el lago podía ser un lugar peligroso. Este parece ser el caso que nos presenta hoy Mateo. El evangelista, conocedor de los peligros de la navegación y de la tradición de su pueblo, se vale del mar en la presentación de Jesús como alguien capaz de dominar ese poder maligno; podía caminar por encima de sus aguas sin perecer. Esto tan solo era posible para quien estuviese muy próximo a Dios. Esa proximidad se entendía exclusiva del Hijo de Dios y así es aclamado Jesús por sus discípulos al subirse a la barca. Este reconocimiento no implica de por sí una filiación física, sino una familiaridad o cercanía inusitada entre Jesús y Dios. Jesús, confiando absolutamente en el Padre se hacía uno con su voluntad, llegando a ser así su revelación definitiva.

Los discípulos, testigos de la vida, obra y prodigios de Jesús tenían la necesidad de situar esta revelación en un contexto que le diera sentido; que la hiciera comprensible. Jesús no aparece de la nada sino que, como nos recuerda Pablo, surge en el seno de ese pueblo que temía al mar y es producto de su historia y de sus tradiciones. Sin ellas, Jesús es incomprensible. Hijo de Dios o Cristo no son sólo palabras o títulos concedidos a Jesús, sino que son jalones, expectativas que el pueblo tenía y por las que vivía pese a la dureza de su día a día. En Jesús la esperanza va encontrando cumplimiento y por eso se le atribuyen esos nombres sin que sus amigos y amigas puedan dudar de la veracidad de esta atribución. Este es también el mensaje del salmista hoy. Al escuchar esa voz, y escuchar quiere decir, hacer caso y confiar, se hace patente la novedad que trae Jesús. El mundo se transforma.

La voz de Dios es presencia de Dios y esta se da en la brisa, no en la espectacularidad ni en la destrucción. Es en la brisa susurrante donde Elías le reconoció y por eso salió de la cueva en la que se ocultaba. Jesús pasó gran parte de la noche en solitaria oración y salió de su propia cueva, de su interioridad, para caminar sobre las aguas, sobre el mal, sobre sus propios miedos y preocupaciones, sin sucumbir al abismo de su profundidad. Pedro quiso fiarse de Jesús pero le venció el miedo y temió perecer hasta que el mismo Jesús le tendió la mano. Es posible que no estemos aún tan fuertes como Jesús o Elías para sortear las corrientes y evitar el naufragio, pero Jesús se compromete a ayudarnos para que reconozcamos esa brisa que nos coloca frente al mundo de una forma distinta: sin incendiar ni arrasar, sin despreciar lo nuevo ni olvidar lo antiguo. Convertir nuestro interior en un escondite lo transforma en una trampa y nos hace crueles porque despreciamos todo lo que no quepa allí, todo lo que no quiera o pueda adaptarse a nuestro espacio. Es importante entrar, pero para combatir con nosotros mismos; para descubrir nuestra vocación a la Unidad: “Sal y permanece en pie” y “no tengas miedo”; ambas llamadas se complementan y nos convocan hoy para, desde lo más íntimo, encontrarnos con los demás y con Dios mismo que siempre viene hacia nosotros.


Sal sin miedo


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