16/06/2024
Los frutos el cedro.
Domingo XI T.O.
Ez 17, 22-24
Sal 91, 2-3. 13-16
2 Cor 5, 6-10
Mc 4, 26-34
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Ezequiel retoma la imagen de Dios como agricultor. Nos lo presenta tomando una de las altas ramas de un cedro para plantarla y que origine así un nuevo árbol. Nada surge de la nada. Ni Dios es amigo de sacarse cosas de la chistera. También Jesús utiliza imágenes anteriores. Sus parábolas son muchas veces nuevas versiones de otras más antiguas, Hoy podemos ver con claridad su inspiración en Ezequiel. También Jesús es un nuevo florecimiento que procede del tronco antiguo. Y nosotros compartimos esta realidad con él. Esta permanente referencia a lo que fue es lo que nos proporciona nuestra realidad como proceso. Somos lo que permanentemente está siendo en nosotros. Algunos le llamamos Dios y, más concretamente, Amor que se da de forma incesante.
El reino de Dios es la concreción de esa forma de ser cuando la dejamos florecer; cuando tomamos la rama del árbol que somos y la hincamos en el terreno que habitamos. Su desarrollo dará morada, sombra y fruto a todas las aves. Ezequiel es grandilocuente y habla de inmensos cedros; Jesús quiere que reparemos en nosotros mismos y habla de semillas de mostaza. No hay pequeñez que nos sirva de excusa. Si aceptamos lo que somos y le permitimos desarrollarse llegaremos a ser cobijo, descanso y alimento para todos. En eso consiste la encarnación del Amor. Pablo aporta el concepto de confianza como actitud imprescindible y habla del destierro lejos del Señor, nuestra única patria. Caminamos guiados por fe, dice, y preferimos salir de este cuerpo… pero en otro lugar dirá que pese a esa preferencia suya es mejor que permanezca aún en este mundo con sus amigos y discípulos. También él está en proceso. Ha descubierto que eso de ser bueno no consiste en hacer buenas obras de forma rápida sino en desgastarse poco a poco por los demás. Así lo resume el salmista: El justo (el bueno, el que ve el mundo según Dios y lo va transformando según sus planes) crecerá como el cedro del Líbano y aún en su vejez dará fruto, será lozano y frondoso.
Vivimos en un proceso de crecimiento constante. Dios se derrama amorosamente sobre el mundo y nosotros recogemos ese amor para verterlo sobre los demás. Él da de sí mismo; nosotros damos lo que de él recibimos. En este desarrollo aceptamos lo que fue y lo que está siendo mientras vamos plasmando pinceladas de lo que será y así hacemos nuestra esa esencia íntima que recibimos haciéndola nuestra. Damos también desde nosotros mismos. No somos mero instrumento, sino co-creadores. Así se alumbran realidades nuevas opuestas a la injusticia que ponen de manifiesto el amor universal que es Dios. Esto lo aprendemos de quienes nos precedieron y poco a poco nos van dejando para unirse definitivamente con el Señor, como Pablo anhelaba. Pero en su partida no nos deja huérfanos, sino acompañados por todo lo que nos transmitieron. Con ellos experimentamos la humanidad en todas sus dimensiones y en toda su concreción. Fuimos sus hijos; nos hicimos hermanos suyos y con el tiempo llegamos a ser sus padres. Es el amor que nos dieron, que ellos también recibieron y actualizaron y que se encarna en formas y realidades concretas. Este es el proceso que edifica el Reino y que nos hace justos. Parece que surge sin darnos cuenta porque es la vida misma; no está desligado de ella. Sus efectos se hacen palpables como los frutos del cedro.
Los frutos del cedro
Para Antonio, Adela y demás familia. Un abrazo y muchas gracias.
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