13/08/2017
Domingo
XIX Ordinario
1
Re 19, 9a. 11-13ª
Sal
84, 9ab-14
Rm
9, 1-5
Mt 14, 22-33
Mira que nos pasamos rato buscando imágenes
en las que poder encontrar un apoyo y sin embargo terminamos siempre
naufragando y hundiéndonos en el agua. Elías tuvo la inédita experiencia de ser
invitado a ponerse en pie ante el Señor y saliendo desde el fondo de su gruta
reconoció a Dios en la brisa suave, lejos de huracanes, terremotos o incendios.
Dios es el aliento del mundo, su respiración. Pablo, por su parte, realizó el
asombroso camino de reconocer al mesías prometido a su pueblo en aquél maldito
hereje a cuyos seguidores perseguía, hasta el punto de desear ser él mismo abandonado
si con ello lograba acercar a sus hermanos a ese mesías proscrito; por su bien
renunciaría incluso a ser amado por el Cristo que había descubierto. Es
impresionante.
Ambos encontraron a
un Dios distinto, nuevo y sorprendente. Y sin embargo, ambos conservaban aún
algo de sus antiguas concepciones: Elías, el miedo a contemplar el rostro de
Dios; Pablo, su mentalidad ritualista y negociadora que le exigía entregar algo
a cambio de la fe de los demás, sin comprender que también a ellos les ha sido
dirigida la misma invitación que a él.
Frente a ellos,
Pedro tiene la ventaja de haber visto a Dios cara a cara en Jesús. Es el único
rostro de Dios al que podemos hablar esperando una respuesta personal. Pedro,
sin embargo, espera a un Dios que le transforme en alguien superior, distinto,
capaz de obrar prodigios. Esta esperanza suya está, posiblemente, motivada por
una buena intención, pero deja caer en el olvido que Jesús es hombre como él,
necesitado de oración, para poder entender las cosas y descubrir al Padre en su
interior y es, también, autor de prodigios en cuanto sirven a la necesidad de la gente sencilla.
Por alguna razón que desconocemos, camina sobre las aguas… hay distintas respuestas de los exégetas. Lo
cierto es que esta acción nos recuerda su naturaleza divina pero podemos
preguntarnos si que un Dios ande sobre el agua es mayor prodigio que un hombre
alimente a la multitud como habían visto sus discípulos hacer a Jesús antes de
anochecer. Sea como sea, Pedro quiere ponerse a su altura y Jesús tan sólo le
dice: “Ven”.
Es la invitación
universal a la fe, a descubrir a Dios habitando en tu interior, a la confianza en
quien percibes amorosamente vivo en tu mismo ser, capacitándote para esa divina
renuncia a ti mismo que Pablo descubrió, aunque no acabara de entenderla. Pedro
se hunde en las aguas porque su expectativa y su confianza estaban en otra
parte. No sabemos dónde ni nos es necesario. Nosotros estamos, como él lo
estuvo, inmersos en un proceso de conocimiento y confianza creciente en el Hombre
Dios que nos dice “No tengáis miedo”. La famosa vida de fe consiste en ese
abrir la puerta a la confianza en que Jesús el Cristo está presente en nuestra
vida, acompañando, compartiendo, amándonos a nosotros, al mundo y a los
hombres en nosotros, transfigurando con nosotros una realidad que va cantando:
“La misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se
besan; la fidelidad brota de la tierra, y la justicia mira desde el cielo”.
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