20/08/2017
Domingo
XX Ordinario
Is
56, 1. 6-7
Sal
66, 2-3. 5-6. 8
Rm
11, 13-15. 29-32)
Mt
15, 21-28
No existe rasgo más
humano que la equivocación. Si existiera un ser humano incapaz de amar, no
estaría a salvo del error. Este pasaje evangélico prueba que también Jesús tuvo
los suyos. Y prueba también que aceptó la corrección sin hacer acepción de
persona, una mujer extranjera sería para otros un estorbo más que alguien a
quien escuchar. Los mismos discípulos parecen estar incómodos ante su
presencia. El amor de la mujer por su hija le impulsa a superar cualquier
obstáculo y para Jesús esto es fe. Y la fe que presencia le hace ver que no
sólo está enviado a los hijos de Israel.
Tal vez, la fe de la
cananea trajo a la memoria de Jesús el texto de Isaías y comprendió el alcance
universal de la promesa del Padre. Dejándose guiar por la fe y el amor que ve
en ella descubre en su propio interior un nuevo rostro de Dios, recuerda ese
ángulo que había quedado oscurecido. Los demás nos llevan a Dios y Dios rompe
el cerco de nuestra comodidad para abrirnos a los otros y ponernos en manos de
los gentiles.
Nuestro tiempo absolutiza
las diferencias, pero mucho más allá de ellas podríamos descubrir la rebelión común
de toda la humanidad. Todos estamos llamados a abandonar nuestros ídolos y redescubrir
el verdadero rostro de Dios que nos convoca. El pueblo elegido cayó en el
error, nosotros, que decimos ser el nuevo pueblo y nos reconocemos rescatados
ya de errores pasados, no somos ahora menos susceptibles de volver a encerrarnos
en nuestra verdad. El único seguro frente a este peligro es abrirse a los demás.
La rebelión de los judíos
fue, según Pablo, ocasión para que nosotros obtuviéramos misericordia y por
ello, su rebelión fue fecunda. Busquemos la fecundidad de nuestras propias
rebeliones. Nuestra verdad sólo podrá ser cierta si se transforma para ser la de
todos. Lo mismo ocurre con las otras verdades. La humanidad es el camino hacia Dios. La fe de la cananea, el amor que mueve la vida de las gentes sencillas,
es la clave que puede unificar el mundo y abrir la puerta a la alegría de la
reconciliación definitiva. Sólo así podrán las naciones cantar de alegría y los
pueblos alabar a Dios por su justicia.
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