15/10/2017
En el cruce del camino.
Domingo XXVIII Ordinario.
Is 25, 6-10ª
Sal 22, 1-6
Flp 4, 12-14. 19-20
Mt 22, 1-14
Dos cosas
tiene la imagen del banquete: la abundancia de comida y bebida de calidad y la
compañía de amigos y hermanos. Es decir, la ausencia de privaciones y la armonía
de un clima fraterno en el que todos nos sumergimos y abrazamos en un único amor. A esta fiesta nos convoca siempre
el mismo amor originario y fundante, creador y sustento de la vida. Y lo hace
para disfrutar de él y de la cercanía de todos ya en esta vida. El Reino se ha
asentado entre nosotros y el maestresala nos recibe lavándonos los pies a la
entrada.
La
invitación es universal pero siempre hay quien está más ocupado en otras cosas.
Quien ya está saciado no suspira por la comida. Hace falta sentir la necesidad
para oír la llamada, hace falta haber llegado a ese cruce de caminos en donde
no sabes ya por dónde seguir y hace falta estar dispuesto a compartir la vida
con los demás. Vestirse de fiesta es ser consciente de todo eso bueno que
tienes y ponerlo por delante para compartirlo con los demás comensales. Quien
entra al festín esperando saciar tan sólo su propia hambre terminará fuera, con
la misma hambre de antes y alimentando la ira contra los satisfechos que no
quisieron entrar y continúan ignorándole. Ellos y él comparten el mismo egoísmo
que ciega el alma y petrifica el corazón.
Quien
alberga y alimenta en su ánima el amor recibido es capaz de compartirlo con los
demás pese a la estrechez que el momento pueda tener. Quien ama sabe vivir en
la pobreza y la abundancia y se sabe fuerte en aquél que lo conforta para comer
con los demás las duras y las maduras. Vivir con esta disposición es hacerlo
según el espíritu del banquete. Sólo en esta fiesta Dios pone a nuestro alcance
la comprensión de este mundo en toda su belleza y esplendor, tal como él lo
soñó en la creación. La revelación es ese acto pedagógicamente progresivo de
Dios en el que va dando por definitivamente rasgados aquellos velos que la
acción del hombre supera y que sustentaban la separación entre este mundo y su
destino final. Y con esos velos rasgados Dios va enjugando las lágrimas de
todos los comensales en espera de la revelación definitiva.
Conócete,
reconoce la acción de Dios en tu vida, acoge el amor recibido y ámate como
criatura única y especial de Dios. Ama del mismo modo a todos los demás,
ofreciéndote a ellos, por encima de cualquier otra cosa, en lo bueno y en lo
malo. Serás revelación, palabra de Dios para quienes esperan en los cruces de
los caminos, esos cuya necesidad y desapego ha creado en su interior el espacio
suficiente para acoger la invitación a la fiesta y están dispuestos a dejarse
escoger, a compartir con los demás eso que son y aman, la propia vida.
En el cruce del camino |
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