08/10/2017
Domingo XXVII Ordinario
Is 5, 1-7
Sal 79, 9. 12-16. 19-20
Flp 4, 6-9
Mt 21, 33-43
Tras una
mala cosecha, todo buen agricultor revisa el esfuerzo y constata que nada ha
fallado: la cerca, la siembra, el abono, la poda… todo fue cuidado con esmero.
La tierra era fértil y las cepas, buenas; sin embargo, el fruto no madura. No
tiene sentido lamentarse más, es preciso volver a empezar. Resuenan en la
parábola los ecos del conflicto entre los antiguos reinos de Judá e Israel. Los
hombres de aquél eran el plantel exquisito y la tierra de éste era la viña fecunda.
Nada queda ya, tan sólo una tierra agostada y unos frutos incapaces de dar vino
y de los que no aprovecha ni las semillas.
Dios espera
que el desarrollo y el fruto se den en la unidad, pero terminan por pesarnos más
las diferencias, las banderas, las fronteras. Todo ello ha sido siempre el
mejor modo de proteger y justificar nuestro propio beneficio. Para aquel Dios justiciero,
hecho así a imagen del hombre justiciero, todo terminaba aquí. Pero Dios,
realmente, es amor y en su amor tenía ya previsto que de algún modo y en algún
momento tendría que hablar un lenguaje comprensible para todos. Ese lenguaje fue
Jesús. Nosotros le hemos llenado de honores y dignidades que siempre le fueron
ajenos en vida. Reconocemos la verdad de la encarnación de Dios en que ese ser
humano actuaba entre nosotros divinamente: amando a todos sin excepción y
renunciando a sus intereses. En esto se cifra la completa divinidad de aquella
perfecta humanidad. Es la seña de identidad del Hijo.
Quienes
siguen apegados a su conveniencia y pretenden heredar la viña no ven en ese
Hijo más que un obstáculo, sin advertir que por la humanidad que comparte es
hermano de todos y cada uno y que esa misma humanidad que expresa a Dios es el
vehículo por el que Dios llega a habitar y expresarse en todos. La viña es, a
un tiempo, herencia y promesa personal.
A todos aprovecha cuanto es verdadero, noble, justo, puro, amable,
laudable, todo lo que es virtud o mérito, aunque sea ajeno a la propia fe, a la
bandera o a la costumbre. Cuanto es bueno para cada ser humano es querido y
bendecido por Dios. De cada apóstol podremos aprender, recibir, oír, y ver su
propia vida y podremos ponerlo por obra en la nuestra siempre que no lo
desvirtuemos desdeñando lo ajeno.
Se desprecia al Hijo menospreciando a aquellos que
pretenden superar el mundo viejo reconstruyéndolo tal como él lo intentó. Los
guardianes de la viña deberían velar por ella pero existen sacerdotes más
preocupados por sus templos, políticos más interesados en su carrera, maestros
más afanados en su orden, jueces más atentos a sus códigos, padres obsesionados
por su patrimonio… todos ellos y otros muchos desconocen todo eso bueno, noble,
justo o verdadero e invalidan lo visto, oído, recibido y aprendido lanzando a
sus discípulos, votantes, alumnos, jurados e hijos los unos contra los otros.
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