01/09/2017
Domingo XXVI T.O.
Ez 18, 25-28
Sal 24, 4bc-9
Flp 2, 1-11
Mt 21, 28-32
Aspirar a ser
como uno de tantos. No hay más consigna que esta de hacerse uno con todos los
demás. El mundo no necesita más salvadores. Está, por el contrario, sediento de
gentes que puedan trabajar en conjunto y sean capaces de renunciar a construir
su propia grandeza para acoger y potenciar la que surge del pueblo unido, de la
comunidad que se esfuerza en construir un mundo más habitable, olvidando las
urgencias personales que siempre estrangulan la comunión.
Siendo como
uno de tantos podremos entender los sentimientos de Jesús el Cristo;
entenderlos y compartirlos, experimentarlos como propios. Y seremos, como él,
constituidos por Dios, señores; señores, en primer lugar, de nuestra vida y de
nuestra muerte, a imagen suya; dueños de entregar la una y acoger la otra
libremente y, por último, responsables, capaces de responder, a la invitación
del Padre. Trabajaremos en la viña aunque parezcamos no hacerlo, aunque otros
opinen lo contrario, porque lo definitivo es mantenerse unánimes y
concordes con un mismo amor y un mismo sentir, volcados siempre en hacer de la
tierra agreste una viña que de fruto y cobijo para todos.
Esto lo entendieron las prostitutas y los
publicanos, pero no aquellos que se tenían por justos. Los pecadores habían renunciado
ya a ser otra cosa al sentirse condenados por quienes encarnaban la ira de
Dios, pero supieron reconocer la verdadera justicia en la vida y la palabra de
Juan, a quien todos los demás despreciaron. Juan, que fue al desierto para
vaciarse de sí mismo y hacerse silencio en el que pudiese resonar la voz de
Dios llamando a todos a sumergirse en una vida nueva. Para los justos no fue
suficiente testimonio la transformación de los pecadores en un pueblo nuevo que
se enraizaba en las cloacas de su acomodada posición.
A este pueblo nuevo le fue otorgado el regalo de la
libertad, la capacidad de elegir una vida u otra lejos del temor y de la
vigilancia constante del despiadado dios del sistema. La justicia de Juan les
abrió camino al amor del Padre expresado en la vida de Jesús. Convertirse de la maldad es olvidar
los criterios antiguos que arrinconan a quienes no se pliegan a la norma y comprender
que lo definitivo en la vida no es que nadie sea oficialmente reconocido como publicano,
prostituta o santo, sino que cada uno abra su corazón a la misericordia de Dios y viva
con todos según el derecho y la justicia que conduce y procede del Amor.
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