18/02/2018
La sinfonía inacabada
Domingo I Cuaresma
Gn 9, 8-15
Sal 24, 4bc-5ab.
6-7bc. 8-9
1 Pe 3, 18-22
Mc 1, 12-15
Podemos decir, porque así resuena en nuestra propia
alma, que la experiencia descrita en la
historia del diluvio viene a decirle al hombre superviviente que Dios ya no
necesita más sangre ni más exterminio. Frente a otros dioses cananeos, este
Dios misterioso ha colocado su arma en lo alto, donde los hombres puedan verla
y recordar, precisamente al cesar las lluvias, que podría pero no quiere
exterminar la vida. Por el contrario, ofrece un orden nuevo de relación entre
él mismo, el ser humano y los animales.
Esta experiencia constituyó un momento de
iniciación universal, un bautismo en el que la humanidad entera pudo pasar del
culto a la muerte al culto a la vida. Una alianza universal en la que el nuevo
Dios ofrece a todos sus sendas y donde el ser humano debe aprender e imitar su
fidelidad. Este aprendizaje se consumó en la figura de Jesús. Hombre perfecto
que murió en su momento, pero también ungido perfecto, es decir, que albergaba la plenitud del Espíritu, era el
Cristo, Dios perfecto en carne humana. Su muerte fue su paso, su pascua,
hacia un nuevo estado de existencia en el que entró en contacto con la
totalidad de la humanidad en todos los tiempos, remontándose en el pasado hasta
aquellas gentes anteriores al diluvio y en el futuro hasta el definitivo reino
de Dios, allí donde todos los seres y poderes se someten al hombre que ha
aprendido la verdadera humildad que Dios le enseña, donde todos son santos como
él es santo, donde se aman todos como él les ama a ellos.
En este mundo, una experiencia así conduce al
desierto donde la soledad será no sólo física. El mundo natural y las
relaciones con los demás, destinas para dar plenitud pueden volverse en muchas
ocasiones una convivencia entre alimañas, pero siempre estarán allí aquellos que en nombre de Dios sirvan y
acompañen al peregrino. Y es que los
caminos del Señor que el salmista quiere seguir tienen una doble dirección; por
un lado, conducen a vivir la experiencia del amor incluso en este mundo aún no
transfigurado y, por otro, desde ese futuro ya estrenado nos llega el amor de
Dios de la mano de los hermanos y del resucitado, como les llega también a los
antediluvianos y como a él mismo le llegó en su vida histórica. Donde hay amor,
está Dios y eso es el cielo, incluso en el desierto.
Así, podemos servirnos de la metáfora y decir que en
el primer movimiento, Dios renuncia a la violencia y a la sangre, en el
segundo, la humanidad descubre en Jesús su capacidad para corresponderle con la
misma gratuidad; en el tercero, se nos revela la presencia de Dios ya en este
mundo en transformación y en el cuarto es el Espíritu quien nos tiende la mano
y pretende que no dejemos el camino iniciado, que nos dejemos hinchar y
desplegar por él como velas al viento para desvelar nuestra propia realidad y
poder percibirla en su plenitud, ocultar con ella el desierto sobre el que las
fieras corren rugiendo ajenas a su verdadera posibilidad superponiéndose a los pentagramas
que esperan ser repoblados. Es esta la sinfonía inacabada que entre Dios y el
hombre va poniendo música a la danza del mundo mientras la humanidad va escribiendo
sobre la arena su historia y testimonio y se alimenta de la huella del amor de
Dios que percibe en él.
Otto Cázares, La sinfonía inacabada |
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