11/03/2018
Ser cítara
Domingo IV Cuaresma
2 Cro 36, 14-16. 19-23
Sal 136, 1-6
Ef 2, 4-10
Jn 3, 14-21
El pueblo guarda memoria viva de su historia, de su
relación con Dios, y noticia de haber sido acreedor del castigo divino. Por eso
conserva el recuerdo de sus propias acciones y se reconoce pecador. Interpreta
el devenir de sus días como la respuesta de Dios a sus acciones. Sin embargo, reaparece
la esperanza no el día que Dios parece enviar un emisario definitivo, sino el
día que comprenden que tal cambio es totalmente gratuito. Ciro fue ciertamente
el libertador que puso fin a su esclavitud, pero pasó como tantos otros. Pasó
él y pasaron sus efectos; pronto el pueblo volvería a lo de siempre. Lo
decisivo, aquello que hace rebrotar la esperanza es la comprensión de que toda
gracia es inmerecida. El día que cada uno comprendamos que Dios no nos ama por
nuestros logros, sino porque él es simplemente amor incapaz de dejarnos caer en
la oscuridad nuestros ojos se abrirán a una nueva realidad presidida por una
alegría profundamente enraizada.
Meridianamente nos recuerda Pablo que todo es por
su gracia, no por nuestros méritos. Así es; incluso el impulso de descolgar las
cítaras y volver a entonar sus cantos responde a ese movimiento misericordioso
que nuestra alma es capaz de captar cuando deja de escucharse a sí misma.
Recuérdalo siempre: en tiempos de Moisés fue necesario colocar en lo alto la
efigie del castigo para que el pueblo, haciéndose consciente de su error pudiera ser sanado; sin embargo, Jesús
se coloca a sí mismo en la altura adecuada para que todos puedan ser testigo de
su acción amorosa. Mientras el mundo piensa alzarlo como advertencia, el se
deja elevar como garantía, como aval de la promesa definitiva. El árbol del
dolor se transformará en la fuente de un amor invencible cuyo único origen está
en el corazón de Dios mismo. Su cuerpo es la cítara capaz de ser templada por
la mano de Dios para lanzar al mundo la canción del Espíritu, la vibración de
las cuerdas que, como una sola, cantan sin confundirse el acorde que susurra a
todo hombre y mujer: “Te quiero”.
Y aquí está el juicio. Ser capaz de escuchar esta
canción y prestarse a ser cítara que la transmita. Consentir que cada acorde
nazca a la luz de esa partitura. Lo que las antiguas generaciones conocieron
como un juzgar severo y temible resulta ser, a la postre, el conocimiento de la
voluntad de Dios, de su mirar amoroso hacia el mundo, hacerse sensible a su
modo de conocer a cada persona y de tratar con ella: en profundidad y con la firme
delicadeza de quien espera sacar de cada uno su mejor yo. Cada uno elige donde
colocarse, cada uno es libre de cantar una canción u otra, de obrar a la luz
sin engaño alguno o de moverse entre las sombras, reservándose siempre un as en
la manga. Sin trampa alguna, con la
certeza de que tu música y tu luz serán señal para el mundo, aunque el mundo
crea hacer contigo advertencia para navegantes rebeldes, como creyó hacer con
él. Por el contrario y pese a unos pocos, serás, tal como él mismo fue, faro
para las pateras que el mundo arroja lejos por no saber cómo acoger a tanto
desheredado.
Ser cítara que transmita la música que Dios toca en ti |
Para Raquel.
Gracias Javier por tu apertura, consentimiento...
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