06/05/2018
Recibir y entregar
Domingo VI Pascua
Hch 10, 25-26. 34-35. 44-48
Sal 97, 1-4
1 Juan 4, 7-10
Juan 15, 9-17
“Dios es amor”. La sencillez de la verdad se impone
por sí misma. En cualquier relación, descubrimos el amor en gestos concretos y
cotidianos; en el amar que nos envuelve y sostiene, revelándonos una vida que
antes se nos escapaba por completo. Amar, porque el amor en general, en
abstracto, se nos hace difuso, nos resulta huidizo. El amar es una experiencia
personal, es perceptible. ¿En qué consiste el amor? En que Dios te amó primero;
en que le reconoces amándote en tu historia, en tu día a día. Sentirse amado
invita a la correspondencia. El amar de Dios te convoca para amar a cada
persona con la que te encuentras pues en su corazón habita el mismo Dios que te
ama desde el tuyo. El amor de Dios, acogido y compartido, es el Espíritu que
anima a cada uno en la construcción de un mundo nuevo por encima de cualquier
diferencia. La justicia con el hombre y el respeto por la divinidad que forma
también parte de su ser es señal de esta existencia en el Espíritu. El agua del
bautismo explicita entonces el reconocimiento por parte de Dios y de la
comunidad de esa existencia amorosa que quiere responder al amor concreto del
Padre y revela también, con su carácter simbólico, ciertas patentización e innecesaridad
simultáneas, pues lo simbolizado es ya una realidad.
El amor de Dios se hace plenamente perceptible en
la figura de Jesús. Tal como el Padre le amó, él amó a los suyos. Tal como él
amó a sus próximos, nos ama ahora a nosotros. Acogiendo en la diversidad,
potenciando el amor de cada uno por encima de sus fallos, proponiendo una meta
nueva a la que llegar. Con este amor nos hace amigos suyos, nos trata como a
iguales: “Igual que yo puedo, tú podrás…” Cesó el tiempo de los siervos y de
los acólitos. La relación con Dios está fundada en la alegría de entregar la
vida por los amigos en el día a día. Dar la vida por un enemigo puede ser un
acto instantáneo y heroico, darla por un amigo es un acto de amor que se
enraíza en la cotidianidad. En el seno de la comunidad surge el nuevo culto
agradable a Dios que se extiende más allá de sí misma tal como el bien, el
amor, se difunde por sí mismo.
El amor no entiende de fronteras, alcanza los
confines de la tierra, la victoria del Señor se inicia con su misericordia y su
fidelidad, sus maravillas comienzan por la aceptación de todos sin valorar
nacionalidades, razas ni credos. Por encima de cualquier otra lengua se impone
la lengua universal del amor. Todo cuanto Jesús ha conocido del Padre nos lo ha
dado a conocer en esta palabra: “amaos”. Y con ella nos comunica también
nuestra dimensión de enviados, de elegidos para amar, de portadores de una
semilla que se trasplanta con el cuidado y con el respeto, se riega con la
confianza y se abona con todas las amarguras sanadas y compartidas. Acoger el
amor de Dios es aceptar su reto de ser mejores personas, no limitarse con la
cotidianidad en la que le conocemos sino mejorarla para que su invitación se
haga plenamente comprensible, para mí y para todos. Permanecer en el amor es
crecer en su seno y contagiarlo con la suavidad con la que Jesús nos seduce.
Amarnos unos a otros, recibir y entregar, permitir que el Espíritu fluya por y
entre nosotros como una corriente viva.
Recibir y Entregar |
Gracias Javier
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