13/05/2018
Alcemos el mundo
La Ascensión
Hch 1, 1-11
Sal 46, 2-3. 6-9
Ef 1, 17-23
Mc 16, 15-20
Ha llegado el tiempo de la continuidad. De entre
toda la Escritura, este libro de los Hechos quedó abierto, en permanente
redacción, y siguen consignándose en él los actos de toda la hermandad. En sus
páginas descubrimos la necesidad de mantener siempre la centralidad, de partir
desde lo más profundo de cada uno, desde la íntima Jerusalén que es nuestro
propio corazón. Habitarse en profundidad es la condición para descubrir en
nosotros la presencia del Resucitado y el punto de partida desde el que avanzar
en cualquier empeño evangelizador. No hay buena noticia que no esté enraizada
en el descubrimiento interior. A partir de ahí se extiende, llevado por la
brisa, el cálido susurro que, sin imposiciones, colmará las almas más sedientas
en Judea y Samaria y alcanzará hasta los confines del orbe. Esta universalidad
es la segunda gran enseñanza del libro, la segunda necesidad que hoy requiere
saciar la evangelización. Centralidad y universalidad son los dos pilares que
precisa la transmisión del don que el Señor nos concede, que convierten al
Libro de los Hechos en el Libro de la
Vida.
Para nosotros pide Pablo en su oración el espíritu
de sabiduría y revelación que nos permita el discernimiento necesario y la
puesta en práctica de ambos principios y ofrece a nuestra consideración lo que
Dios hizo ya con Jesús el Cristo, colocándole sobre todo lo demás, completando
así el dinamismo de la encarnación. El amor que surgió del Padre vuelve a él
preñado de carne humana, una frágil realidad que permanece incrustada ya para
siempre en la divinidad, en el corazón íntimo de Dios. Por esta unión puede el
hombre realizar los prodigios de los que habla Jesús, son manifestación de la
esperanza, realización parcial del destino que va construyéndose entre tantos y
testimonio de la eficacia de ese amor divino.
El poder de Dios se cobija en nuestra fragilidad
humana y pide nuestro consentimiento; que aceptemos dejarle pasar hasta
alcanzar esa Jerusalén interior en la que es posible la unión íntima que ponga
en marcha el proceso. Cada uno puede aceptar libremente esta posibilidad. O no. Aceptarla es formar
parte del pueblo de Dios, de la universalidad a la que todos estamos llamados
desde nuestro centro más vital. Se nos llama no sólo a acogerle, sino extender
su mensaje: que su Reino está aquí ya y no es un reino de soledades. Es el
reino del trabajo conjunto, de la participación, de la implicación de todos
desde lo más profundo de cada uno. Ente todos, expulsamos demonios, hablamos
cualquier lengua, anulamos cualquier veneno y sanamos dolencias sin que ninguna
maldad pueda apresarnos. Entre todos, izamos el mundo desde el barro en el que
fue formado hasta su más espléndida posibilidad. Por eso se nos recrimina estar
parados, mirando al cielo sin más. Al alzar la vista, deberíamos ver ese cielo
a través del mundo que transformamos; hacer del mundo el filtro que impida a nuestra
retina quemarse en una alienante imagen celestial. Ese mundo diferente, alzado
y sostenido, es el Libro mismo de la Vida con el que Jesús volverá tal como le
vieron marcharse, pues él había alcanzado ya su plenitud. La nuestra se dará en
la conjunción de todas las interioridades en un solo mundo universal, en un
único Libro con cabida para todos, del que se haya eliminado cualquier elitismo
exclusivista
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