20/05/2018
Un cuerpo nuevo
Pentecostés
Hch 2, 1-11
Sal 103, 1ab. 24ac. 29bc-31. 34
1 Cor 12, 3b-7. 12-13
Secuencia
Jn 20, 19-23
Dos cosas parecen necesarias para que podamos abrirnos
a la realidad de una manera diferente, inesperada hasta la fecha: estar juntos
y que Jesús esté con nosotros. Y parece además que, de las dos, tan solo la
primera es imprescindible: estar juntos. Por la razón que sea, incluso escondidos,
dominados por el miedo, pero juntos, sin abandonar a nadie, sin dejar a ningún
hermano fuera. Aquellos hombres y mujeres recibieron, con la plenitud de la
revelación, un punto de vista que antes tan sólo se podía intuir difusamente.
La niebla se ha levantado y permanece el amor, la relación entre Padre e Hijo que
llamamos Espíritu y que nos da a conocer el mundo como jamás antes lo
imaginamos. Posiblemente queden aún lagunas, pero podemos aceptarlas con la paz
que Jesús nos da.
Juntos: el Espíritu es amor; el dinamismo de amor
que recrea el mundo haciéndolo siempre nuevo. Donde hay amor se reencarna esa
misma corriente entre los amantes. El amor en abstracto no existe. Ya lo hemos
dicho alguna vez. Existe el amar, la concreta dedicación a cada persona en
particular. Donde eso se da con reciprocidad está presente Dios mismo. Allí es
posible hablar cualquier idioma porque la prioridad fundamental es acercarme al
otro y que perciba que quiero amarle, que no busco de él nada más que me
acompañe en el apasionante viaje de amar a todos sin distinción. Acoger,
respetar, decir la verdad, buscar su bien y su crecimiento, su desarrollo,
hacerle accesible el amor que Dios le muestra comunicándole la paz en la que
pueda descansar. El Espíritu sopla donde quiere y es difícil ponerle límites.
Hablar idiomas nuevos es también reconocer su voz en lugares insospechados,
descubrir la presencia de Dios donde nunca imaginamos, respetar su divina
libertad de revelarse donde quiera y a quien quiera y ponernos a su escucha en
esos labios nuevos.
Jesús en medio de nosotros: esta es la tradición de
nuestra fe. Donde Jesús es aceptado reposa el Espíritu que él nos entrega. Y es
este Espíritu quien nos revela el señorío de Jesús. Señorío marcado por las
señales de la pasión. Todos somos miembros de un cuerpo herido, traspasado por
la injusticia y el egoísmo de ciertos hombres. El Espíritu nos permite comulgar
con ese dolor y trabajar en su liberación. Cada uno con su don y su carisma,
cada uno desde su sitio y desde su perspectiva, sin reprimir la propia
experiencia; poniendo el propio dolor al servicio de los otros. La resurrección
no borra el dolor, sino que le da un sentido nuevo. El cristianismo aporta este
sentido ofreciendo también la solución definitiva: sufrir pacíficamente con los
que sufren. El perdón es la única
energía capaz de cambiar el mundo. El perdón que reconoce el mal causado, que
renuncia a exigir venganza, que hermana víctima y victimario. El perdón que
crea una situación nueva, que libera a cada miembro de la infección y le
restaura su función y su lugar en el cuerpo.
Pentecostés, un cuerpo nuevo abierto a todos los
lenguajes, cerrado a cualquier retribución. Criado en la gratuidad absoluta. Participar
en la corriente de amor divino, recibir al Espíritu, es siempre un acto personal,
pero nunca privado, por eso la invocación tiene siempre dos tiempos: “Ven…. Ve”.
Y con él va siempre nuestra humanidad regenerada.
Un cuerpo nuevo |
Para Sara
Gracias Javier...
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