23/09/2018
Niños caminantes
Domingo XXV T.O.
Sb 2, 12. 17-20
Sal 53, 3-6. 8
Snt 3, 16–4,3
Mc 9, 30-37
Por segunda vez, Jesús habla a sus amigos de su
muerte y resurrección. Pero estos parecen entenderlo tan poco como la vez
anterior. No entienden o no quieren, porque “temían preguntarle”, no fuera a
ser cierto lo que creían entender. Jesús, sin embargo, va atento a sus
discusiones y, una vez en casa, no tiene reparo en preguntarles. La casa es el
lugar de la intimidad, del descanso y de las confidencias. Allí Jesús, sin
traba alguna, se sienta frente a los Doce y, ya que no han podido aprovechar el
camino para aprender nada, se propone despejar todas sus dudas y dejar bien
claro que para Dios los primeros son siempre nuestros últimos, aquellos que nos
sirven olvidando sus propias prioridades. Porque para Dios la escala es el amor
y éstos, que sirven por amor y se hacen conscientes de todas las necesidades,
comparten el corazón mismo de Dios. Pero pronto Jesús prescinde de su pose
catedrática y se levanta para abrazar a un niño. Los niños no eran muy tenidos en cuenta hasta llegar a cierta
edad de madurez. Por eso, podían ser imagen de los últimos y acoger a éstos
últimos, como a aquel niño, es ir hacia ellos y abrazarlos. No hay que esperar
a que lleguen, la acogida se realiza en el camino, allí donde ellos no pudieron
aprender gran cosa, se les da la gran enseñanza. Quienes vagan por los caminos necesitan
el abrazo de alguien que quiera ponerse a su servicio. Acogerles a ellos es
como acoger al mismo Jesús, que vagaba también entre las interpretaciones
erróneas de unos y el rechazo de otros sin encontrar donde fijar su morada
entre su pueblo. Él es el caminante enviado para hacernos despertar. Acogerle a
él es acoger a quien le envía. Así lo es también acoger a quien camina como él.
Tanto los niños, mediante sus preguntas, como los caminantes que vagan buscando
un hogar, con su presencia y su historia, pueden confrontarnos constantemente con
nuestro actuar y quien se pone a su servicio y los acoge, abre las puertas del
mundo al amor originario en el que todo tiene su origen y destino.
Santiago nos recuerda la diferencia que surge
cuando potencias unas cosas u otras. Colocar las propias pasiones en primer
término no conduce más que a la guerra y la desunión. Nada hay que pueda saturar
la avidez de un vacío que pretende saciarse devorando todo cuanto encuentre.
Quien, por el contrario, renuncia a esa pasión y trabaja por la paz crea un
espacio para acoger la sabiduría que viene de arriba y no se coloca nunca en
primer lugar, sino que siembra la paz y cosecha la justicia. Existe la
sabiduría opuesta que pretende inclinar a Dios hacia nuestro lado, que se cree
autora de la línea entre el bien y el mal. Esta sabiduría asocia la verdad con
el triunfo y se siente incómoda ante los niños, los caminantes y los justos que
se ponen de su lado. Aquellos son sólo efectos colaterales del orden que a
ellos les privilegia y que estos justos critican. Por eso, éstos deben ser eliminados. Además, mientras ellos triunfan y
prosperan, ese dios del que estos incordiantes hablan y se dicen enviados,
nunca les socorre. Es señal clara de que no existe. En esto habrá quedarles la
razón. Ante un dios así también yo me declaro ateo. Yo creo en ese otro Dios
que se hace niño preguntón, inmigrante que incomoda, víctima de cualquier
violencia o náufrago en un cajero. Quien a todos estos acoge tan sólo puede
recurrir al mismo auxilio que sostiene al salmista: ofrecer un sacrificio
voluntario, lleno de sentido.
Niños caminantes |
Sí, un solo rostro, unas solas manos y una voz...
ResponderEliminarGracias Javier