07/10/2018
En la Diversidad.
Domingo XXVII T.O.
Gn 2, 18-24
Sal 127, 1-6
Hb 2, 9-11
Mc 10, 2-16
Como ya cantaba el famoso salmo 8, para la
tradición judía el ser humano era una realidad poco inferior a los ángeles. El
autor de la carta a los Hebreos nos lo repite hoy aquí, hablando de Jesús quien
compartió plenamente esa naturaleza y fue uno de los nuestros. Esa naturaleza se apoya en la carne y el
hueso; en todo aquello transitable y corruptible que comienza por diferenciarnos
de todo lo demás. Somos diferentes a todo lo creado y esa diferencia nos define,
nos da nuestra propia identidad. Pero no de forma individual, sino como colectividad.
La humanidad está llamada a nombrar la realidad, a cuidarla y responsabilizarse
de ella como de un hijo al que pone nombre. Sólo así puede ella misma encontrar
sentido a su existencia y reconocerse en la diferencia con todo lo demás. Todo
es bueno y digno de cuidado, todo necesita ser acompañado en su crecimiento.
En el ejercicio de esta tutela, la humanidad se
descubre diversa. La polaridad de hombre y mujer es posiblemente la mayor
expresión de esa diversidad. Las razas ofrecen tan sólo una distinción
circunstancial, surgida de las andanzas evolutivas. Es una diversidad
superficial que no afecta a lo insondable del ser humano. En lo profundo de
cada uno existe una comprensión del mundo que se ajusta a un patrón masculino o
femenino. Ambas visiones se conjugan y ofrecen una única perspectiva, la
perspectiva humana. Debemos superar visiones jurídicas y sociológicas que nos
exigirían hablar aquí de diversas reglamentaciones o de pautas culturales. Más
allá de todo eso, hablamos de equilibrio y complementariedad. De la fuente
donde todo eso se sustenta. La variedad del género humano descansa sobre esa complementariedad
y el equilibrio entre ambas perspectivas, entre el querer ir siempre más allá y
colocar a esa creación que tutelamos en disposición de abrirse a nuevas
perspectivas y caminos que potencien su dinamismo interno y el querer
conservarla y protegerla para que nada se pierda.
A cada uno se nos presenta una porción de realidad
de la que hacernos responsables. Reconocemos en ella a quien puede acompañarnos
en esa labor, pues todos somos enviados en comunidad, y en el equilibrio entre su
postura y la nuestra creamos algo nuevo que dando sentido a nuestra unidad es
capaz también de profundizar en el cuidado de mi porción y la suya, o las suyas.
Ser como un niño, ser inquisitivo y buscar siempre el por qué y la razón de ser
de las cosas; dejarse guiar por el otro y dejarnos morir en la renuncia a
imponer las propias preferencias; confiar sin dobleces y saber superar las
crisis del momento; reconocerse iguales y no abusar ni maltratar a quien, pese
a sus diferencias, es tan válido como nosotros es el camino que Jesús viene a
recordarnos. Sólo así es posible acoger el Reino con sinceridad y eludir el
fracaso. La autoridad de Jesús en este punto consiste en que él mismo lo hizo primero.
Él, siendo de nuestra naturaleza y teniendo un mismo origen con nosotros ha
inaugurado un camino recorriéndolo en primer lugar y acogiendo el Reino hasta
hacerse Reino él mismo. Recogiendo la experiencia de su pueblo la proyectó
sobre la realidad de su tiempo y la lanzó hacia el futuro sin perder a ninguno
de los suyos.
En la diversidad |
"...el Ritmo Ternario de Amor..."
ResponderEliminarEl rirmo de las mareas, de la vitalidad que avanza y se repliega. Es dinamismo que surge del conjugarse. La vida es el fruto y el desarrollo de esa vitalidad, de esa alteridad que se complementa y hace nuevo todo aquello que fecunda dotándolo de un espíritu dispuesto a estrenarse y desgastarse en favor de todo y de todos.
EliminarGracias.
Un abrazo.