14/10/2018
El ojo de la aguja
Domingo XXVIII T.O.
Sb 7, 7-11
Sal 89, 12-17
Hb 4, 12-13
Mc 10, 17-30
Algo tienen en común la sabiduría y la vida
eterna: que son opuestas a la riqueza. Ambas son, también, objeto de deseo. Por
encima de esa riqueza entendida como acumulación egoísta de bienes que elude la
justicia y perjudica a los demás o como desproporcionada confianza en las
propias fuerzas y el apego a valores entendidos en su versión más superficial,
existe quien desea alcanzar la sabiduría o la vida eterna. La sabiduría es
percibir el mundo con los ojos y el corazón de Dios. Desde esa perspectiva, la
salud no es ya tan sólo un bienestar físico, sino acercamiento a la fuente de
la vitalidad por encima de otras circunstancias que parecerían mermar ese
bienestar. La belleza no es simple acomodación a cánones externos, sino acercamiento
a la raíz de donde procedemos y vivencia de la propia esencia en apertura a los
demás y a toda la realidad.
La vida eterna, por su parte, es la vivencia de esos
valores en la plenitud de cada momento ya en esta vida tan normal a la que no
prestamos atención, en la plenitud de este presente. Los mandamientos de la
Antigua Alianza son el comienzo de ese camino. En síntesis, reconocer la acción
de Dios en tu vida y en el mundo y no dañar a nadie ni a ti mismo dejándote llevar
por arrebatos, por la ira o por intereses que tu creas beneficiosos cuando en
realidad te alejan de los demás y de tu propia esencia; esa que compartimos todos
los humanos con la naturaleza de la que todos formamos parte y con Dios que lo
abarca, funda y sostiene todo. A partir de ahí, se impone el interés por quien
más lo necesita, la renuncia a la propia comodidad para poner la vida al
servicio de los demás, el acercamiento a los desheredados del mundo en quienes se
hace especialmente presente el Dios que habita en todos. Es este un gesto
cotidiano porque así lo requiere el orden social, pero es también heroico
porque exige la renuncia a uno mismo para permitir que la divinidad que en mi
reside pueda enlazarse con la que habita en el hermano empobrecido. Es esa divinidad la que nos da
sentido a ambos en el gesto de permitir que fluya y que la corriente nos
hermane acercándonos también a todos los demás. Manar, hermanar… encerrarse en
uno mismo es taponar el manantial y negar al otro la posibilidad de gozar de
aquello que nos pertenece a todos, de aquello que le concede dignidad de ser
humano. Toda persona encuentra su raíz última cuando vive asociada a otros en
el seno de ese amor fundante que conocemos como Dios.
Cerrarse a esta corriente es también negarle al
ser divino la posibilidad de reconocerse en el otro y "reconstruirse" en nuestra
unión. Jesús nos dijo que podría ser imposible para nosotros, mas no para Dios pues
sólo él es bueno, sólo él es capaz de la heroicidad máxima de negarse a sí mismo
y esconderse en el alma de cada uno para unirnos a todos. Su palabra es esa
espada que corta lo gangrenado para dejar que florezca lo santo y lo bello,
aquello que crea la unidad y nos acerca a quien es nuestra meta y origen. Jesús
fue esa misma Palabra actuando en plenitud, hablando y obrando a la vez, abriéndonos
la puerta a un mundo nuevo a través del ojo de la aguja que es este momento
concreto, en apariencia insignificante, y desechado por tantos.
El ojo de la aguja |
Ojos desnudos,
ResponderEliminardespojados despojan,
posibilitan aperturas
Trascendente
Ojos que se tienden hacia el mundo y hablan desde el fondo de uno mismo.
EliminarMiradas, caricias, música, aromas, sabores... idiomas que te dicen a los demas y que te dicen de los demás.
La trascendencia crea comunión y ésta te orienta hacia aquella.
Un abrazo.