17/02/2019
El árbol feliz.
Domingo VI T.O.
Jer 17, 5-8
Sal 1,1-2.3.4.6
1 Cor 15, 12. 16-20
Lc 6, 17.20-26
Pocas veces se nos presenta en las páginas
evangélicas una polarización tan destacada. Buenos unos y malos los otros.
Bienaventurados y malditos. Reparamos así en un rasgo del carácter de Dios que
podría pasarnos desapercibido. Dios resulta ser apasionadamente parcial. La
tradición veterotestamentaria había hablado ya de su firme intención de
implantar la justicia en el mundo. Pero Dios nunca jamás ha entendido la
justicia como una forma igualatoria. Muy al contrario, para él el derecho a la
vida es expresión y materialización de su voluntad. Y para que esa vida sea
plenamente dichosa necesita unas condiciones de verificación. La
bienaventuranza, que es tanto como decir la vida feliz y con sentido, no
depende del éxito ni de las alabanzas, se encuentra lejos del hartazgo y del
acomodo. Jesús presenta un plan de vida en el que cada uno recibirá aquello que
necesita para ser feliz y vivir de acuerdo a su dignidad de hijo de Dios. Pone
en guardia frente a los engaños de una sociedad que vive de la apariencia y
genera estructuras que generan situaciones de profunda injusticia.
Quien se decide a cobijarse al amparo de la carne
en vez de hacer de ella un instrumento de liberación para sí mismo y para los
demás, terminará siendo incluido en una de esas categorías merecedoras de un
¡Ay! El Señor, en cambio, hará de cuantos no se pliegan a esas condiciones y se
vuelven hacia él, árboles plantados a la vera del torrente, inmunes a las
riadas y a las sequías. Nada podrá contra él, porque su fuerza y vitalidad
manan desde sus raíces, desde la corporalidad capaz de ponerle en comunión con
la realidad que le rodea sin aprisionarla ni poseerla. Ellos son los auténticos
profetas capaces de hablar y actuar en nombre de Dios y tendrán paga de
profeta: rechazo, odio y persecución; pero tendrán también el reconocimiento de
profeta que merecen: saciados en cualquier necesidad y colmados con el espíritu
de la profunda alegría que no depende del exterior ni de lo que venga. Los
otros, sin embargo, que se han enriquecido a costa del sufrimiento ajeno sólo
serán capaces de hablar de sí mismos y su vaciedad será el anticipo de destino
del falso profeta: el hambre insaciable del vacío interior y el llanto desesperado
de quien muere abrazado a sus bienes negándose a reconocerlos inútiles para otra
cosa que no sea ser un lastre.
Jesús el Cristo ha resucitado ya. La muerte no pudo
retenerlo, como tampoco retendrá a quienes siguiendo su ejemplo han renunciado
a dañar a nadie o a acumular bienes, reteniendo lo que es necesario para todos
y convirtiendo la fecunda corriente en un cenagal estancado. El reino de los
cielos no se hereda después de una vida
de sufrimiento, sino que se recolecta después de una vida de voluntaria,
personal y efectiva renuncia a la violencia, a cualquier intento de dominación
sobre los demás, a la retención de la corriente de vida que circula entre
todos. El árbol plantado a la orilla de la vida es un árbol feliz que crece sin
retener el gratuito nutriente que lo alimenta, crece sin desencarnarse de la
tierra en la que germinó y es libre para
extenderse en la dirección del sol y producir fruto en abundancia, alimento y
cobijo para todos. Es un árbol feliz que
crece y profundiza en la medida que se da, que recibe y ofrece el Reino mismo
aportando su propia esencia y personalidad.
El árbol feliz |
Gracias Javier
ResponderEliminarA ti, compañera. Un abrazo.
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