10/02/2019
La Palabra cotidiana.
Domingo V T.O.
Is 6, 1-2a. 3-8
Sal 137
1 Cor 15, 1-11
Lc 5, 1-11
Es un hecho histórico que el pueblo judío no tuvo
nunca una gran vocación marinera. Es una interpretación común que en el Antiguo
Testamento las aguas constituyen una masa amenazadora en la que viven monstruos
que pueden devorar a un hombre y que, tan sólo por orden divina, se retirará para
dejar paso al pueblo o se abatirá sobre la humanidad como castigo. En el Nuevo
Testamento aparece el Jordán como río de purificación, procedente del Lago de
Genesaret o Tiberíades, lugar en torno al cual se arracimaban un buen número de
humildes aldeas que se sustentaban aprovisionando de pescado a las regiones más
cercanas. Era un lugar de vida y trasiego constante. Es allí donde Jesús centró
su vida pública, de allí procedían sus amigos y entre ellos encontró su lugar.
Y fueron ellos quienes le reconocieron como una persona especial. El contacto
cotidiano con él les hizo vislumbrar algo inusitado y la costumbre de Jesús de
hablar a las gentes y la gran afluencia de público que acudía a oírle acrecentaba
en ellos la esperanza de hallarse ante alguien que traía una palabra distinta. La
Palabra. Es por ella por lo que Pedro accede a volver al agua y echar las redes
de nuevo. A esa agua, ciertamente más amable que las veterotestamentarias
profundidades, pero a la que hay que arrancarle día a día el sustento. La
Palabra de Jesús, pronunciada desde la barca, sobre el agua, la ha fecundado de
nuevo y ha producido un fruto desbordante. Por eso, Pedro le reconoce a él como
Señor y a sí mismo, como pecador, como no merecedor de tal regalo. A lo que
Jesús responde con la invitación a un cambio de vida. No es el pecado lo que
define al hombre, sino su capacidad para escuchar la Palabra, su confianza en
ella y su disponibilidad para hacerle caso aun en lo aparentemente inútil.
También Isaías tuvo su experiencia iniciática en
torno a la Palabra. Sobrecogido ante la visión de un Dios majestuoso sintió sus
labios impuros, incapaces de comunicar nada más allá de su propia miseria y la
de su pueblo. Como él, toda persona que atisba cualquier conato de divinidad,
percibe en ese instante la enorme distancia que le separa de ella. Y esa
distancia se salva tan sólo por voluntad de Dios, no por mérito del hombre. La
Gracia es el don de no tener que ganarnos el corazón del amado. Porque ese
amado nos ha amado primero y tan sólo nos pide un rincón en el que hospedarse y
la disponibilidad para comunicar ese mismo amor a todos los demás. Nuestro
pasado es realmente intrascendente. Da igual incluso que hayas sido enemigo de
sus amigos y les hayas perseguido para entregarlos a los tribunales, da igual
que hayas participado, o al menos, aprobado la ejecución de los suyos. Cuando
la Palabra nos alcanza purifica manos, labios y oídos. Es decir, nos hace
capaces de reconocer la voz de Dios, de transmitirla y de trabajar por el Reino
del que siempre hablaba Jesús. Y todo esto es pura gracia, puro amor de
enamorado que se ofrece con la promesa de crecer y hacerte crecer hasta límites
inimaginables tan sólo con que te pongas en camino. Tan sólo con que renuncies
a tu vida instalada, que puede no ser fácil, como no lo era la de aquellos
pescadores, pero es tuya, hecha según tu perspectiva, como era la de Pablo y
construida sobre tradiciones ajenas a la revelación primera, como era la de
Isaías. Frente a esto, la Gracia, el amor, nos devuelve a la sencillez,
cercanía y realismo de la Palabra vivida en el día a día.
El cotidiano abrazo de la Palabra que adviene y vamos siendo. |
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