17/03/2019
La humanidad en el centro.
Domingo II Cuaresma
Génesis 15, 5-12. 17-18
Sal 26, 1. 7-9c. 13-14
Flp 3, 17 – 4, 1
Lc 9, 28b-36
Dios siempre acude al encuentro del hombre. No se
caracteriza por quedarse sentado. Está siempre a la espera, ciertamente, pero
la suya no es una espera pasiva, sino la actitud de quien se despliega a sí
mismo con la expectación palpitante de ser plenamente aceptado. Salió al
encuentro de Abram y firmó ante él un pacto capaz de romper la oscuridad y de
vencer el sueño y el temor del patriarca. Y permaneció también cerca de Jesús
durante toda su vida. Los evangelistas nos hablan de esta cercanía
escenificando uno de esos encuentros personales. Para uno de sus cotidianos
momentos de oración, Jesús, por la razón que fuera, convoca a Pedro, Santiago y
Juan. Pero ellos, como Abram, tuvieron que luchar contra el sueño, parece ser
que con peor fortuna. Sin embargo, estos tres apóstoles comparten con el
patriarca haber visto a Dios. Abram lo vio en forma de llama que pasaba entre los animales divididos mientras
que los galileos lo vieron en la plenitud del don representada en la imagen de
Moisés y Elías conversando con Jesús. A la Ley y la profecía, manifestaciones
parciales de Dios hasta aquél momento se
une la humanidad. La encarnación completa la expresión de la realidad divina.
Con ella se da la revelación definitiva.
Esta nueva imagen de Dios supera todas las
anteriores. Ley y profecía cobijan a la humanidad pues están a su servicio. El
ser humano es el centro de atención sobre el que Dios se vuelca para ser su luz
y salvación. La imagen que ven los apóstoles es la imagen del futuro al que la
humanidad está llamado: Cuerpo glorioso, en expresión de Pablo, ciudadanos del
cielo. La chispa divina que habita en la realidad física del hombre puede transformarla
hasta ser capaz de alcanzar la morada definitiva de Dios.
Existe, no obstante, la tentación de Pedro: querer
encapsular a Dios en compartimentos estanco, sin relación el uno con el otro.
Si aislamos por separado a la Ley, a la profecía y a la humanidad pierden su
íntima comunión y nos incapacitamos para captar lo más íntimo de la divinidad.
Una Ley sin profecía que no se centre en beneficiar a la humanidad se convierte
en un legalismo asfixiante; una profecía ajena a la Ley que olvide la realidad
concreta del ser humano se transforma en una utopía descarnada y una humanidad
que sólo se contemple a sí misma, sin atender a la Ley ni a la profecía,
evolucionará hasta llegar a ser un ídolo inalcanzable. Divide y vencerás. Podrás
encarcelar a Dios y dominarlo a tu antojo manipulando cada una de sus
manifestaciones. Durante toda su vida Jesús fue contrario a esta parcelación.
Puso a cada persona concreta en el centro del amor de Dios, tal como él mismo
se sentía y vivía a diario; acogió la Ley depurándola de malas
interpretaciones, llevándola personalmente a una formulación que una
interpretación rigorista de siglos había bloqueado y ejerció en plenitud la
profecía según Dios le inspiraba en el corazón, sin detenerse por miedo al
riesgo que claramente percibía en el horizonte. De esta amenaza real
conversaban Moisés, Elías y Jesús ante el pasmo de los discípulos. Fue una
posibilidad intuida y revelada que Jesús fue descubriendo y asumiendo durante
toda su vida. Poner en el centro al ser humano conduce siempre a la cruz que no
es voluntad d Dios, sino fruto de esa segmentación llevada a cabo por el ser humano.
La humanidad en el centro. |
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