20/10/2019
De nuevo, la fe.
Domingo XXIX T.O.
Ex 17, 8-13
Sal 120, 1-8
2 Tim 3, 14 – 4, 2
Lc 18, 1-8
De nuevo, la fe. Esta vez se nos compara la fe con
la inocencia, casi con la candidez. La viuda que apela al juez confiando en su
justicia sin percibir su profunda corrupción es la imagen de los pobres que se
alzan para reclamar justicia y exigir el respeto de sus derechos. Sin ceder al
desaliento la perseverancia en la protesta pacífica y la convicción de que
aquello que es justo terminará por obtenerse da como fruto la incomodidad del
juez inicuo y el movimiento de los hilos necesarios. No importa tanto el motivo
por el que el alma impía accede a conceder aquello que en justicia debería
otorgarse automáticamente como la capacidad del débil de aferrarse a su única
esperanza: que lo justo se nos conceda; creer que no existe barrera alguna para
la verdad. Esa es la dimensión de la fe que nos presenta hoy Jesús. Frente al
mal no debe decaer nunca la firme convicción de los pequeños en que la verdad
saldrá triunfante; frente al abuso del poder, la inocencia de quien se alza con
sencillez para reclamar lo que le corresponde por derecho; lo que por su
dignidad de hijo de Dios es suyo en comunión con todos los demás.
La inocencia de Moisés le lleva a disponer contra
Amalec una repuesta orquestada por tan solo “algunos” hombres mientras él
permanecerá en lo alto con los brazos en alto, como un niño que pide a su madre
ser izado del suelo ¿fue la intervención divina o la convicción de los
israelitas en conseguir lo que era justo lo que obró el milagro? Pasemos por
alto, si realmente existió, la respuesta armada de aquellos hombres y
quedémonos con la fe que trasluce su actitud. El plante de unos pocos
vagabundos fugitivos negándose a dejarse avasallar en defensa de los suyos
habla más de su coraje y de sus convicciones que de su ánimo belicoso. Así lo
subraya el salmista, indicando el origen de su valor. Quienes ya lo han dejado
todo atrás no tienen más que su dignidad y la necesidad de hacerse un sitio
donde poder vivir como seres humanos; lo mismo le ocurre a la viuda de la
parábola.
A Timoteo se le revela el secreto de la
perseverancia: permanecer en el coraje que aprendió de sus mayores y en las
convicciones heredadas; dejarse guiar por la Escritura, pues toda Escritura es inspirada
por Dios y útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la
justicia. La salvación que puede obtenerse de la fe atraviesa esa Palabra que
debe proclamarse a tiempo y a destiempo: la que recuerda su nobleza a todos los
hundidos y abandonados; la que es reconocida como adelanto de la manifestación
y el juicio de Jesús el Cristo que avalaba a la viuda y su recurso frente al
juez, del mismo juicio de Dios que liberó al pueblo que clamaba y les condujo a
una tierra que hubieron de ganarse con el esfuerzo propio de la época. Uno y
otro tan solo pidieron a cambio fe. Confianza en que lo imposible puede
lograrse si no se renuncia nunca a la exigencia del propio derecho ni se cede a
la tentación de que todo te lo den hecho. Es la fe que no sirve de refugio,
sino que impulsa al esfuerzo y a la perseverancia, a la insistencia pacífica
pero firme, inocente, a ponerse en pie negándose a que otros libren tus
batallas. La fe de quien acepta labrarse un mundo nuevo para sí y para todos
los que vengan detrás. De esa fe ¿encontrará todavía el Hijo del Hombre?
De nuevo, la fe |
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