13/10/2019
Sin dar la espalda a nadie.
Domingo XXVIII T.O.
2 Re 5, 14-17
Sal 97, 1-4
2 Tim 2, 8-13
Lc 17, 11-19
Naaman y al menos uno de los diez leprosos eran extranjeros.
Timoteo era hijo y nieto de mujeres judías; judío de raza, por lo tanto, pese a
la semilla de su padre griego, pero habitante en una nación extraña, de
costumbres relajadas y alejada del culto oficial. Eliseo, Jesús y Pablo se
mueven en las periferias (palabra muy actual), sin atender a nada más que a lo
verdaderamente importante para aquella gente y encuentran allí agradecimiento y
fe sincera. Ya dijimos la semana pasada que la fe es confianza y que se expresa
dejándola crecer y aceptando que nos transforme mientras nosotros mismos intentamos
transformar el mundo, transfigurarlo. Pues bien, todo comienza aquí. El origen
de la fe es la expresión del don de Dios, de su amor, de Dios mismo que, en
este caso, se materializa en la curación de la lepra y en la invitación que
Timoteo recibió para formar parte del nuevo pueblo de Dios. La aceptación del
don, por otro lado, tiene que ver con la fidelidad de Timoteo y con el cambio
profundo en la vida del diplomático sirio y del leproso. Acogida y continuidad
son los dos rasgos de la aceptación; reconocimiento de la gratuidad tenida con
nosotros y perseverancia gratuita para mantener nuestras vidas en una constante
aceptación que sea en verdad reformadora.
No es tan importante el milagro como el gesto de
cercanía y confianza. Esa es la verdadera acción a imagen de Dios que se
mantiene fiel a pesar de nuestra infidelidad porque no puede negarse a sí
mismo. Dios es amor y el amor es la búsqueda del bien del amado, aunque ese
amado no corresponda del mismo modo. Ese es el gesto que en el corazón
agradecido hace nacer la fe. En cambio, quien vive pendiente de la
espectacularidad lo deja pasar inadvertidamente y deja morir la esperanza
cuando la magia se marchita. En esa fe se enraíza la salvación que comienza por
encontrarle ya un sentido a esta vida, por malas que sean sus circunstancias.
Por gruesas que sean nuestras cadenas, no hay grilletes que puedan sujetar la
Palabra y esa Palabra es la que nos anima a permanecer siempre al lado de los
últimos, sin dar la espalda a quienes el mundo deshereda, por muchas lágrimas
que nos llenen los ojos o muchas ausencias que descubramos a nuestro lado.
Tan sólo quien se ve sanado en la raíz puede dar
gloria sincera a Dios y eso no depende ya de un culto obsesionado por las
formas o del crecimiento de comunidades que se miren sólo a sí mismas. Ya lo
dijo el buen Ireneo: la gloria de Dios es la vida del hombre y la vida del
hombre es ver a Dios. Y cuanta más vida, añadimos nosotros, más visión y mayor
gloria. Son tres factores inseparables. Cuanta más vida podamos rescatar, es
decir, cuanta más justicia podamos instaurar restituyendo en este mundo ese
orden querido por Dios en el que ni el sufrimiento ni la opresión tienen
cabida, mayor será la posibilidad de descubrir en él a Dios y mayor será la
gloria, el reconocimiento, que podamos darle. Permanecer en el sitio en el que
hemos sido plantados y dar fruto sin permitir que la desesperanza nos
desaliente; implicarse en las luchas, pequeñas o grandes, a nuestro alcance;
devolver la frescura a unas relaciones sociales esclerotizadas que, cada día,
más se van convirtiendo en el pan cotidiano de tantas mesas; reconocer en las
lágrimas la ofrenda de quien no ha de rendirse jamás: ese es el culto agradable
al Señor.
Sin dar la espalda a nadie |
Para todos aquellos que mantienen prendida la llama de la lucha y la esperanza
No hay comentarios:
Publicar un comentario