08/12/2019
Desde lo profundo
Inmaculada Concepción
Gn 3, 9-15. 20
Sal 97, 1-4
Ef 1, 3-6. 11-12
Lc 1, 26-38
La reflexión teológica ha subrayado la diferencia
entre la actitud de María y la de Eva. Sin embargo lo que se compara aquí son
dos características que pudieran confundirse, pero que se separan claramente.
Por un lado, la ingenuidad de Eva le lleva a caer en el engaño de la serpiente.
Por otro lado, la inocencia de María le hace aceptar la propuesta del
mensajero. La una actuó movida por la
angustia existencial de evitar la muerte, afirmando su deseo de inmortalidad y
transmitiéndoselo a Adán, mientras que María lo hizo acogiendo la promesa
de un futuro nuevo del que el embarazo
de su prima era prueba palpable: Dios puede lo imposible. Para nosotros, lo más
imposible de todo es renunciar a uno mismo para asumir una realidad nueva. Y
quiso Dios hacerlo al modo tradicional, naciendo de mujer, pasando así por
el primer trauma de todo ser viviente al
abandonar el útero y enfrentarse al mundo exterior.
Desde ese trauma primero, vivimos empeñados en
aferrarnos a las cosas; en no dejar escapar nada, en conservar y amontonar para
que la angustia del vacío no nos consuma. Somos en esto igual que Eva. Pero
Dios, en cambio, nos llama a ser inmaculados como María; a vivir abiertos a una
fecundidad nueva que haga nacer en nosotros un nuevo ser, que nos haga santos e
irreprochables ante él por el amor, tal como afirma el himno de la carta a los
efesios. Somos herederos de Cristo, llamados a ser hijos que impregnan cada
instante del amor de Dios haciéndolo eterno. Nuestra única vocación es
reproducir en nuestra vida la misma santidad de Jesús el Cristo. Desde su
divinidad nos convoca personalmente y desde su humanidad nos dice que es
posible; que olvidemos las excusas que lo colocan en un escalón más alto para
disculparnos de intentar subirlo; que igual que él, también nosotros estamos
llamados a ser camino, verdad y vida, porque no son tres atributos
particulares, sino tres formas de relacionarte con Dios y con los demás.
Ser camino, verdad y vida es ser, como lo fue Jesús,
ese lugar en el que Dios y los demás puedan encontrarse. Es atravesar la vida deslindando
todo lo bueno y amable del egoísmo que genera la angustia estableciendo una vía
de comunicación para que ese encuentro se pueda dar; es ser puentes y
mensajeros. A ese acto valiente y esforzado de atravesar la vida sin que el mal
te afecte le llamamos inocencia, que no tiene nada que ver con la ingenuidad.
Sólo la inocencia puede vencer al mal; la ingenuidad, en cambio, sucumbe ante
él. Inocente fue María que vivió creando un nuevo modelo de mujer, de ser
humano, capaz de aceptar el encargo divino convirtiéndose en pecadora y
colocándose en manos de José, como Jesús, el otro inocente, se colocó en manos
de sus contemporáneos. Ambos, María y Jesús, renunciaron a sus marcos de
referencia, sociales y religiosos, para vivir “en pecado”, según el Espíritu
les iba mostrando. Se podrá discutir sobre la historicidad del relato de María,
pero no sobre su dimensión simbólica y es esa dimensión la que Jesús actualiza
en su vida, haciéndola propia. María vivió inmaculadamente, con la inocencia de
quien se deja preñar por Dios y deja atrás tradiciones esclerotizantes y Jesús
nos mostró cómo dar a luz un nuevo ser humano en lo más profundo del alma para
que desde allí se volcase hacia el exterior. También a nosotros, desde lo
profundo habitado se nos convoca a humanizar inmaculadamente el entorno.
Henry Ossawa Tanner. The anunciation (1898) |
Su seno confiado, abierto y silencioso da cabida a la Verdad...
ResponderEliminarElevada, Herida y Abierta
Imagen de lo que todos estamos llamados a ser.
EliminarGracias.