22/12/19
Nacerá un niño
Domingo IV Adviento
Is 7, 10-14
Sal 23, 1-4ab. 5-6
Rm 1, 1-7
Mt 1, 18-24
Una vez más el evangelista toma a Isaías como guía
y presenta su relato como cumplimiento de lo anunciado. Esta vez el paralelismo
se da entre el rey Acaz y José pues ambos ven acercarse el desastre. Ante la
ciudad sitiada el rey no puede pensar más que en lo peor mientras que José ante
la inesperada gravidez de María no es capaz de encontrar sosiego alguno. Para
ambos nacerá un niño como señal de Dios que habita con su pueblo como salvador.
Para Acaz el desarrollo del niño será signo del fin del sitio que los reinos vecinos han puesto a
Jerusalén y para José, el niño será señal de salvación para todo el pueblo y
eso borrará cualquier recuerdo malicioso sobre su origen. Así es Dios. Donde
nosotros sólo podemos vislumbrar el desastre él coloca su señal de salvación y
plenitud. Todo cobra un sentido nuevo cuando se observa con el alma virgen y
sencilla de una doncella, liberada de los convencionalismos y de la costumbre
que poco a poco va esclerotizando nuestra comprensión, para abrirse al amor y a
la intervención de Dios en la propia vida. Y ese sentido rebasa cualquier
esperanza anterior. Toda acción de Dios es un incontenible rebosar de amor
capaz de transfigurarlo todo.
A fin de cuentas, de él es la tierra y cuanto
contiene, afirma el salmista. Sólo él es capaz de revelarnos su sentido último.
Sólo él puede transformar nuestra angustia en esperanza, pero tenemos que
confiar: afirmarnos en él para poder mantenernos firmes en la adversidad, había
dicho ya Isaías en los versículos inmediatamente anteriores a los de nuestra
lectura de hoy. Y todo eso se ha materializado en Jesús el Cristo, en palabras
de Pablo, hijo de David según la carne y del mismo Dios según el Espíritu. Este
Jesús que ha sido constituido Hijo de Dios por su resurrección nos convoca para
responder a la propuesta del Padre. Mantenernos firmes y abiertos a lo nuevo,
rastreando siempre el sentido querido por Dios sin dejarnos vencer por las
inclemencias de la vida. Es posible que no lo percibamos todo en un solo soplo,
pero el Espíritu se irá manifestando conforme seamos capaces de escucharlo
acallando nuestras dudas.
José y María se abrieron a la acción del Espíritu
sin encerrarse en lo que la lógica les decía y desalojaron fuera de sí
cualquier obstáculo que impidiese la instalación de la nueva vida en ellos, de
la nueva lógica que habrá de alumbrar un horizonte desconocido. Esto es tanto
como resucitar; despertar del sueño en
el que se nos revela la verdad para salir al mundo y percibirlo todo por
estrenar; ir siempre en la vanguardia como punta de lanza que desbroza cualquier
espesura; vencer a la muerte que acecha en la costumbre y desajustarse del
marco conocido, de lo esperado. Eso es trascender. Y requiere de nuestra
virginidad. Ser virgen es abrirse a la acción del Espíritu y dejar que obre en
nosotros aceptando el resultado conjunto de su acción y de nuestro conducirnos
según ella. María lleva en su seno al salvador, y José ha descubierto en lo
profundo que la acción de Dios nada tiene que ver con el obrar de nuestro
propio dios, mediatizado siempre por el rito y la pía intención. Esa semilla
que habita su corazón es también Palabra de Dios que se encarna en él como en
cada uno de nosotros y que pide ser pronunciada desde nuestra garganta y desde
nuestro vivir cotidiano.
Simon Dewey (n. 1962) En brazos de José. |
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