15/03/2020
Como un
geyser que se vierte
Domingo III
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Ex 17, 3-7
Sal 94, 1-2.
6-9
Rm 5, 1-2.
5-8
Jn 4, 5-42
No tenemos ya varas que arranquen agua de las
piedras. Ni por mandato divino ni por arte de magia. Lo que nos queda aún es
mucha sed. Pero esta es de esas sedes que no se puede saciar en manantiales agostados:
Jerusalén y Garizim ya cumplieron su función. Lo mismo que tantos templos
desperdigados por los cuatro costados del mundo como intentos de atrapar a
Dios, como rediles donde domesticarle. O donde tentarle y exigirle el agua que
el desierto nos niega. Seguimos sedientos y continuamos empeñados en enclaustrar
a Dios y tenerlo en exclusiva. Por eso le tentamos exigiéndole pruebas (Masá) y
presentamos querella (Meribá) contra él cuando no nos concede lo que esperamos.
Porque resulta que es nuestro; que le hemos seguido por el desierto y esperamos
que cumpla su promesa y recompense nuestra fidelidad.
Sin embargo, ningún desierto puede abandonarse si
no hemos saciado la sed en él. Hasta allí no se llega como simple momento de
tránsito entre dos realidades o situaciones. Vamos de la mano de Jesús, el
maestro. No porque sea su intención llevarnos a la aridez, sino porque de su
mano todas las experiencias humanas son puestas ante nosotros y se hace
imposible no atravesar unos cuantos desiertos. Y es en ese lugar donde podemos
descubrir en nuestro interior el manantial que ha sido allí excavado. El agua
que sale despedida hacia fuera le da una nueva perspectiva al mundo
descubriéndonos que nada hay que pueda remontarnos por encima de nuestra
necesidad que no nos haya sido donado. Sólo Dios se atreve a morir por los
pecadores y así nos desvela un modo nuevo de situarnos en la historia: en
salida. Si le dejamos, él nos muestra nuestra más íntima naturaleza: seres
esperanzados.
No queda ya lugar para las exigencias ni para las
pruebas. Quisiéramos que una varita mágica nos quitase de encima este desierto
del coranavirus, pero hemos de atravesarlo sin desesperanza alguna, redescubrir
nuestra fragilidad, reconocer nuestra responsabilidad y comprometernos en la
solución sin olvidar a tantísimos que llevan sufriendo en el mundo desde hace
años por situaciones que nuestra indolencia mantiene y agrava. Para todo hay un
motivo. Si no salimos de este desierto con la fuerza del geyser que da de sí
desde su más profunda interioridad para alcanzar y lavar mucho más allá de sí
mismo no nos servirá de nada la experiencia. Seguiremos igual de sedientos,
continuaremos exigiendo pruebas y trucos de magia y perpetuaremos nuestra
frágil posición de dominio sobre todos a los que cerramos la puerta en las
narices. Y la gran paradoja es que el único modo para frenar el desastre es no
hacer nada. Ni nos hacen falta salvadores ni el mundo y su organización parecen
estar en disposición de ofrecer nada de utilidad. Sólo hemos de quedarnos
quietos y tranquilos. Se nos ocurre que es muy buen momento para bucear en
nosotros mismos, para extraer el tesoro, el agua viva que Jesús es para
nosotros, y colocarla a disposición de todos. Es momento también de acoger a
todos como son, de recuperar las relaciones más cotidianas y de profundizarlas
hasta encontrar lo común, hasta llegar a ser vasos comunicantes que se
reconozcan habitados por el mismo Espíritu. No es momento de di-vertirse, sino
de con-vertirse para poder verternos, en plenitud, hacia los demás.
Como un geyser que se vierte |
"...salvación que no cesa,
ResponderEliminarvertida nos ad-vierte..."
Gracias, por verterte siempre en tan pocas palabras.
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