10/12/2023
Vamos yendo.
Domingo II Adviento.
Is 40, 1-5. 9-11
Sal 84, 9ab. 10 -14
2 Pe 3, 8-14
Mc 1, 1-8
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Se acercan
tiempos nuevos, pero no por arte de magia. Jerusalén, dice Isaías, ha recibido
doble paga por sus pecados. La misericordia de Dios es así. Coge el mal que hacemos,
lo pesa y nos devuelve el doble de lo entregado, pero transformado en bien.
Digamos entre paréntesis que esta metáfora no es bíblica, pero si estuviese en
la Biblia muchos creerían que es tan real como muchas otras que aparecen en sus
páginas… cerramos paréntesis. Dios no espera a que yo haga algo concreto para
tener misericordia de mí. El profeta anuncia la llegada de Dios mismo que viene con poder para allanar colinas y
enderezar lo torcido; para reunir a su pueblo. Siglos más tarde, Pedro insiste
en seguir esperando. Él le da un toque más apocalíptico a su mensaje. Sin
embargo, aunque el mundo vaya a tener un final, cosa que la física confirma hoy
por hoy, no debemos deponer la esperanza. Muy al contrario, mantenemos la confianza
en la promesa del Señor y esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva.
La cuestión
es que si es nuevo, no va a ser como lo que ya conocemos. Pues, ni ojo vio ni
oído oyó… Así, a pesar de que haya quien se considera ya testigo del futuro, nada
sabemos de lo que viene. Tenemos, sin embargo, pistas que nos orientan. Una de
ellas nos la aporta Isaías: consolad a mi pueblo; Pedro, por su parte, habla de
un mundo donde habite la justicia. Con que en eso nuevo que viene los
sufrimientos serán consolados y se dará, por fin, la justicia. Este es el
paisaje que pinta el salmista. Aunque el mundo esté, según la física, llamado a
desaparecer dentro de unos miles de años aún tenemos tiempo de hacer de él un
lugar mejor. Porque tanto Pedro como Isaías, como el propio salmista nos llama
a ser protagonistas de ese cambio que está llegando.
Tendríamos que ser como Juan, que grita en el desierto, y no colgarnos medallas por todo lo que hacemos bien. El cambio definitivo no vendrá de nuestras manos, pero con ellas podemos hacer presente a quien sí puede transformarlo todo. Jesús vino a hablarnos del amor de Dios. Nos dejó el Espíritu, que es motor que nos anima en la implantación de ese amor. Sin embargo, nos hemos quedando mirando al cielo esperando que vuelva y hacemos oídos sordos a las mociones del Espíritu. Recordar cada año que Jesús está llegando es recordar que ya vino y nos dejó claro lo que teníamos que hacer. Esperar que nazca cada año es recordar que a veces se nos va el norte; es una oportunidad de conversión y de volver a empezar. Es caer en la cuenta de que sigue desde nuestro interior impulsándonos a hacer justicia y a consolar cualquier sufrimiento. La lluvia y la abundancia de las cosechas se darán cuando practiquemos la justicia. Eso sí es una imagen bíblica, pero la hemos olvidado en beneficio de otras… El mensaje de novedad es para este mundo. La justicia y el consuelo no son reserva para el venidero. Es aquí donde toda la tradición bíblica dice que va a crecer lo nuevo, sea como sea. Tal vez el amor sea capaz de revertir ese proceso físico que llama al mundo a la extinción. Tal vez no y esa extinción sea un paso necesario para alcanzar lo definitivo. En cualquier caso, tiempo tenemos y cada año volvemos a anunciar que viene; tal vez vaya siendo hora de comenzar a decir que vamos nosotros; que un trozo el camino lo conocemos y que para lo desconocido nos queda la confianza… pero vamos yendo.
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