15/04/2018
La espera de lo nuevo
Domingo III Pascua
Hch 3, 13-15. 17-19
Sal 4, 2. 7. 9
1 Jn 2, 1-5
Lc 24, 35-48
Dos afirmaciones resuenan hoy especialmente. En
primer lugar, nuestra condición de seres llamados a la plenitud, a la vida
eterna en la integridad de nuestro ser. Para los antiguos, incluso para algunos
de nosotros, era posible hablar de la supervivencia del alma, o del espíritu,
de esa parte nuestra ajena a la contingencia y cercana a la esfera de los
dioses. Jesús rompe con esa visión tan restrictiva y muestra que es nuestro ser
entero el que está convocado a esa nueva dimensión de la existencia. Todo
aquello que repercute sobre nuestra
identidad y nos constituye como personas es susceptible de pervivir eternamente.
Somos una unidad a la que el Señor mantiene en su integridad. Y con nosotros,
la realidad entera, el mundo que conocemos, aun lo que de él no conocemos
todavía, está llamado a la resurrección, a la encarnación definitiva, no
perecedera.
La segunda afirmación es que todo ha tenido un
nuevo comienzo. Cuanto existía antes, la antigua percepción de las cosas, la
Ley, los profetas y los salmos se han cumplido ya. El orden social que había
surgido alrededor suyo ha sido purificado. Y, aunque se ha revelado su
significado más profundo, permanece aún abierto el puente hacia el futuro pues
el cumplimiento definitivo depende todavía de la conversión de todos los
hombres, del retorno de cada uno hacia su realidad fundante, creadora, hacia la
intimidad compartida con Dios.
Ser testigo de la resurrección es anunciar a la
realidad herida que su sufrimiento está llamado a terminar; que crece nuestro
compromiso en trabajar por que así sea; que renunciamos a la violencia, al
enriquecimiento y a la explotación como motor que mueve el mundo y que
reconocemos en las heridas abiertas del resucitado las infligidas a la
población inocente en Siria y en todas las guerras; a los pueblos indígenas explotados
y ninguneados para arrebatarles sus tierras; a los niños y niñas obligados a
ser soldados o a trabajar horarios interminables en condiciones inhumanas; a quienes
dejan su vida en movimientos migratorios acuciados por la necesidad; a la juventud
manipulada y seducida por un consumismo siempre hambriento; a las niñas y
mujeres sometidas por el poder y la violencia de sus padres, jefes, maridos y
compañeros; a los ancianos abandonados y saqueados; a los trabajadores que han
de soportar recortes y más recortes, mientras la corrupción crea fortunas
injustas; a quienes sufren enfermedades que no es rentable investigar; a todos los
que no consiguen sobrevivir en un sistema social y económico cada vez más absolutista;
a todas las personas aplastadas y mangoneadas por los fundamentalismos que
convierten a Dios en carcelero y juez; a las minorías étnicas esquilmadas y
amontonadas en reservas miserables; a quienes luchan por su tierra y su
identidad; a la naturaleza, esquilmada sin conciencia alguna… todos ellos están
todavía en el cuerpo resucitado de Cristo como heridas abiertas, son la prueba
de que la resurrección no ha alcanzado por igual a todos, sufren por nuestro
pecado, nuestra falta de amor, nuestro desconocimiento del Dios de la vida. Hacia
ellos debe dirigirse nuestro testimonio y nuestra acción. Lo escrito ya está cumplido, el mundo espera
que se les muestre lo nuevo, la transfiguración definitiva.
Esperando lo nuevo |
Sí, hacia ellos
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