08/04/2018
Vuélvete hacia el universo.
Domingo II Pascua.
Hch 4, 32-35
Sal 117, 2-4. 16ab-18. 22-24
1 Jn 5, 1-6
Jn 20, 19-31
Es la fe la que nos hace nacer de Dios, dice Juan. La
fe en que Jesús es el mesías, el enviado de Dios que supo hacer suya la promesa
que venía a transmitir. Es el amor el que fundamenta esa fe; el amor a Dios,
que da el ser a quien quiere acogerlo. Acoger a Dios es abrirle un hueco en nuestra
rutina y dejar que desde allí vaya llenándola de una nueva energía. Esa energía
es el manantial que riega nuestra percepción de forma que el mundo pasa a ser
una cosa bien distinta. Ya no es un simple escenario, es el lugar del
encuentro.
Cada uno vive este encuentro de forma diferente.
Para unos basta con mirar y reconocer en lo que ven y oyen aquello que sigue aportando
sentido a sus vidas; otros necesitan tocar, comprobar por sí mismos aquello que
les dicen sus compañeros. Tomás no estaba con los otros cuando se les apareció
Jesús. Estaba en otro sitio, en otro mundo. Para el grupo de discípulos el mundo
había pasado a ser la auto-reclusión por el miedo. Para Tomás, no. Tal vez
fuese más valiente que los otros o más sensato, reconociendo que había que
seguir adelante. En el fondo ¿qué garantía pedía Tomás? La misma que nosotros:
la continuidad; comprobar que quien fue
asesinado por el poder humano fue devuelto a la vida por el Amor. Algo ha
cambiado ya para siempre. Lo decisivo, sin embargo, no va a ser qué sentido le
confirme a cada uno esa esperanza. Esta sensibilidad, al final, va a ser lo de
menos y llegarán a ser benditos, especialmente, quienes sin ver son capaces de
creer. ¿Sin ver qué? Sin ver a Jesús el Cristo que pervive pese a todo y da a
cada uno lo que necesita: ver, oír, tocar... Tampoco nosotros volvemos a encontrarnos
con quienes nos han precedido ya. Sabemos que viven porque los percibimos así
en el hondón de nuestro ser. Y esa percepción sustenta nuestra confianza como
sustentó la de aquel grupo primigenio. La fe es la confianza no quebrada en
quien pudo obrar maravillas inauditas de las que hemos sido testigos.
¿Qué maravilla puede haber mayor que la armonía
entre los hermanos? ¿Cómo explicar que pueda darse esa comunión entre gentes
que habían abandonado el miedo y no se escondían ya de quienes habían
destrozado sus vidas matando a quien los había reunido en torno a sí mostrándoles
un nuevo modo de entenderlo todo? La comunidad que él congregó en vida seguía
adelante sin dejar de percibirlo a él presente entre ellos. ¿No es esto motivo
de confianza? ¿No es símbolo de resurrección? El Reino que él predicó en vida
seguía creciendo en aquellas gentes creando una nueva manera de relacionarse
entre ellas. Frente al mundo ya conocido y excluyente se abría la novedosa
inclusión que privilegiaba a quienes el viejo mundo abandonaba en las cunetas.
Ese es el encuentro definitivo. El milagro inesperado, lo despreciado por el
hombre es la piedra que sustenta el mundo nuevo. En esta nueva fraternidad
todos se reconocen surgidos del amor de Dios y saben que juntos pueden, según
la expresión de Juan, vencer al mundo. El Espíritu les llama a saborear no la
épica victoria de los triunfadores, sino la del doble bautismo del agua y la
sangre. La fe es el apoyo confiado en esta inédita experiencia amorosa y sus
frutos. El amor entre los hermanos fundamenta la fe en el mesías. El amor a
Dios es volcarse hacia el exterior abriendo la puerta al universo, al único
giro, apoyo, que envuelve y sostiene cada mundo.
Vuélvete hacia el universo |
"Girar en torno a todo,
ResponderEliminarvivo rumor...
Enraizados"
En esa confianza de saberse bautizados de agua, sangre y luz caminamos
En esa confianza de saberse solicitados como "piedras angulares", llamados a Ser
Solo en esa confianza se "respira"...
Gracias Javier