23/12/2018
Dichosos
Domingo IV Adviento
Mi 5, 1-4
Sal 79, 2ac. 3c. 15-16. 18-19
Hb 10, 5-10
Lc 1, 39-45
Belén es una aldea tan pequeña como el corazón de
cada uno de nosotros. Y sin embargo está destinada a ser el lugar donde nazca
el mesías. Igual que nuestro corazón. La tradición marca que es el origen del
rey David y lo será también del rey definitivo. Cada uno de nosotros debe
acomodar también el fondo de su ser para que pueda nacer allí el mesías. Mientras eso no ocurra, nos viviremos
abandonados, dejados de la mano de Dios y entregados en las de una vida
inclemente. La virgen debe dar a luz. Debemos aceptar el anuncio, la
proposición de Dios, su invitación. Debemos dejarnos reconstruir para recuperar
lo perdido y comprender el mundo de una manera nueva. Se nos requiere para
dejar en nuestra alma un hueco en el que pueda crecer una experiencia para
nosotros inusitada, pero común en muchos otros hombres y mujeres. Hermanos y
hermanas que nos acompañan en esta aventura. Cuando ese hueco, en principio
diminuto, palpite con el aliento del Espíritu comprenderemos la razón y
sentiremos la necesidad de unirnos a ellos y crecer todos juntos,
colectivamente, como pueblo reunido por
un único Señor que habita en todos ellos por encima de cualquier otra
consideración. Él es el pastor, el viñador, el dador de vida por encima de
cualquier adversidad. Pero hasta no permitirle nacer en nuestro interior será
imposible intentar conocerle.
Conocerle es conocer la voluntad de Dios: su vida
misma es actualización de esa voluntad. Jesús, Dios con nosotros, cumple las
previsiones, asume las profecías y las esperanzas de su pueblo pero las supera ampliamente.
Lo trasciende todo buscando siempre el sentido final, la raíz que permita
anclar a Dios en el humus que él y nosotros somos. No se dejó engañar por el
esplendor de los sacrificios y las ofrendas sino que supo valorar el don que
Dios le daba y ponerse todo él a su disposición, atento siempre a dejar a Dios
ser plenamente en él.
En el mismo intento estamos todos. Dejar a Dios nacer
y ser en nosotros. Y en la medida que lo vamos consintiendo podemos reconocerle
presente también en los demás, creciendo en ellos como crece en nosotros. Resuena
en nuestro interior el Reino que se reconoce presente también en el próximo.
Así les pasó a María e Isabel y se saludaron como portadoras de una nueva
promesa que iba germinando y que florecería de forma diversa, pero enraizada en
un mismo Amor. Para nosotros, la promesa nunca sustituye ni anula a la persona
que la porta. Al contrario, esta persona que consiente libremente, se transforma
en mediadora del único mediador, por eso, la resonancia tampoco puede entenderse
sin ella. La promesa no se impone avasallando, sino que se reviste de la
persona que la acoge y adquiere acentos y matices, dimensión y profundidad
humana. Se hace carne en lo profundo de todo aquel que le abre las puertas. De
este modo, cada uno es, como nosotros mismos, elegido y consagrado para que
Dios sea en él. Elegidos por la gratuidad divina y consagrados en virtud de
nuestra aceptación, de nuestro permitir a Dios nacer y ser en nosotros para que
nosotros seamos permanentemente en él. Ésta es la naturaleza del bienaventurado
que se descubre hermano de toda la creación.
Dichosos (José Luis Cortés) |
Dichosos seamos todos...
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