25/12/2018
Renacer para encontrarnos.
Navidad.
Is 52, 7-10
Sal 97, 1-6
Hb 1, 1-6
Jn 1, 1-18
Nadie discute el esplendor de la explosión
primaveral. Son patentes sus efectos. Sin embargo, pasa prácticamente
desapercibido el hecho de que ese florecer comienza a gestarse en estas fechas.
El invierno inicia su existencia cediendo paso a la luz que poco a poco va diluyendo
la oscuridad. Dios es, desde siempre, el ser que vive en relación con otros,
por eso es trino, por eso es creador, por eso se hace hombre. Y se hace hombre tal
como el invierno llega, con la sencillez de quien vive dejando paso a los
otros. Sin imponerse, sin algaradas, con el único ruido del llanto que rompe la
noche al llenar sus pulmones de aire por primera vez. Antes que su santo brazo,
este niño desnudó su fragilidad y las naciones de la tierra no pudieron
reconocerlo. Puso su tienda entre nosotros pero pasó inadvertido porque nadie
esperaba que llegase en esa desvalida escala.
En la desvalida escala de un ser que nace libre, sin
imposiciones, con la posibilidad de llegar a ser plenamente feliz y realizado. Dios mismo nos hizo así: capaces
de alcanzar cimas insospechadas. Pero lo hizo sin consultarnos, como quien da
un regalo inesperado, fuera de fecha, sin motivo, por pura gratuidad. Llegado
el momento adecuado para cada uno, quiere, también él, nacer así: en la
debilidad absoluta. Con eso nos revela su naturaleza amorosa, volcada en cada
uno de nosotros y nos desvela también nuestra posibilidad de aceptar plenamente
su regalo y volver a nacer como él. En ese momento preciso, en medio de una
crisis o en algún proceso de cambio, tal vez cuando se derrumban las
seguridades o cuando descubres otras diferentes… justo allí donde menos lo
esperabas Dios vuelve a sorprenderte y te susurra: “Soy tú” y todo se transfigura
con la invitación a volver a empezar, de aceptar el don y dejar que él nazca en
tu interior a la vez que tu naces de nuevo.
Volver a ser niño. Experimentarlo todo con la
curiosidad de quien no lo ha visto antes, preguntar por todo con la sincera intención
de conocerlo y la mente abierta de quien no da nada por sabido, amar con la espontaneidad
de quien se reconoce tan necesitado como aquél que tiene enfrente. Sólo el
adulto que se hace niño puede relacionarse con la sinceridad que evita dañar a
nadie; acepta de las manos de Dios una flor para deponer sus armas; se reconoce
en la mirada de los buscadores de paz y en las manos de los luchadores por la
justicia; hace siempre el amor con la misma ilusión del primer día; saborea la
mesa compartida con la fruición propia
de quien se ha visto solo anteriormente; se vacía a sí mismo para dejar sitio a
todos y se muestra transparente y leal,
aunque no siempre sea fácil; puede ver en su familia y amigos mucho más de lo
que se ve y los acepta como son, aunque a veces cueste; escruta en todos los
demás cualquier resquicio que pueda mostrarle un pedazo de su alma, de la
naturaleza que ambos comparten y se esfuerza por descubrir en el contrario el
Dios que también habita en él, aunque aún no lo sepa. Antes o después, Dios
nace en todo ser humano tal como ha nacido ya en la totalidad de su creación.
Por encima de la sangre y de los afectos, estamos llamados a reconocerle y a unirnos
en él como hijos y hermanos. Es esa realidad santa, por lo costosa y gozosa,
que llamamos pueblo, reino, cuerpo donde nos encontramos todos.
Renacer para encontrarnos en Dios |
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