09/12/2018
El trabajo del hortelano
Domingo II Adviento
Bar 5, 1-9
Sal 125, 1-6
Flp 1, 4-6. 8-11
Lc 3, 1-6
Todas las promesas tienen siempre un aire
triunfalista. Todas prometen mejorar pero van aplazando su cumplimiento hasta
una fecha desconocida, remota en cualquier caso. He aquí, sin embargo, que la
mayor promesa de todas tuvo su cumplimiento en la historia de la humanidad. El
salmista suplicó, el profeta prometió, el evangelista anunció y el apóstol
extendió el cumplimiento de la promesa haciéndola universal. En su promesa,
Dios estaba siempre del lado de los perdedores y desheredados. Para ellos
allanará los montes, rellenará los barrancos y nivelará cualquier terreno
haciendo que los poderosos se abajen junto a ellos. Jerusalén se despojará del
luto y se engalanará con las prendas que Dios mismo le traiga: Justicia y Paz,
Gloria y Piedad. Pero ninguna ciudad es sus edificios sino su gente. Dios se
mantiene fiel y reúne a una colectividad a un pueblo disperso al que va a
convertir en población, en comunidad que comparte espacio, recursos, trabajo y
proyectos. La promesa se materializa en cada núcleo humano que la acoge dándola
por realizada y se empeña en hacerla fructificar.
Se trata ahora de acoger a una promesa que se va a
hacer carne para poder alcanzar hasta el último rincón de la profundidad
humana. La última excusa de cualquiera que pensase haber llegado al límite de
sus posibilidades sería decirle a Dios
que él no puede entender su postura, que su esfuerzo, pese a ser ciclópeo
resulta inútil. La rendición es siempre
una salida honrosa si el trabajo no ha producido sus frutos. Sin embargo, quien
ha comenzado la buena obra no nos es ajeno. No hay ya un Dios externo que dirija
como un capataz que no conoce la naturaleza ni las necesidades de su
asalariado. Hubo un momento en la historia que ese Dios se hizo carne y en el
año 15 del imperio de Tiberio fue anunciada su inminente aparición en la esfera
pública. Desde que esta aparición se produjo, todos estamos implicados en la
labor de devolver el esplendor al conjunto de los habitantes que moran en la
nueva ciudad, en el corazón de Dios. Y el primer paso que se nos pide es abrir
las puertas del propio corazón para dejar entrar a la paz que brota de la
justicia y a la gloria que se funda en la piedad, en la misericordia. Es la que
se obtiene practicando la justicia, la única paz verdadera y la única gloria
que Dios acepta es la que surge de la misericordia de unos para otros, del amor
sincero entre todos.
Preparar el camino y allanar las sendas hará de
nuestro mundo, tan áspero con quienes
han debido dejarlo todo para buscar un nuevo hogar, el lugar que permita su
asentamiento, el espacio que se ofrece para volver a comenzar, el plantero que
acoja la semilla. Es el trabajo del hortelano: acondicionar un terreno para que
olvide su rudeza y velar por la simiente que va floreciendo. El mundo sigue
siendo un lugar lleno de peregrinos, muchos de ellos forzados, que lo recorren
buscando un nuevo comienzo. Frente a ellos no podemos levantar muros, sino
nivelar el terreno; eliminar las diferencias para que todos estemos nivelados. Esa
es la justicia misericordiosa que originará una paz reflejo de la gloria de Dios.
Del amor puesto en la faena, sólo Dios, conocedor de la profundidad humana, es testigo.
El trabajo del hortelano. |
De los Justos es...
ResponderEliminarSolo del Amor en cada entrega...
Sí, solo Dios es conocedor de cada abismo..., de cada grano llamado y convocado a convertirse en fruto de Esperanza...,de Camino...de cada punto de luz, posibilidad de hoguera...
Gracias Siempre