20/04/2019
El espacio de la crisálida.
Sábado Santo.
Hb 4, 1-13
Homilía Patrística anónima: “Despierta tu que duermes…”
(Del Oficio de lecturas)
Tradicionalmente, la liturgia nos pide silencio en
este día, pero ningún silencio es auténtico si no es fecundo, si no puede
traducirse en una nueva apertura a la realidad que sea transformadora. Aquel
pueblo elegido, que vivió la experiencia del desierto como peregrinación en
busca de la tierra que Dios les había prometido terminó por asentarse en el
territorio pero no consiguió alcanzar la paz que el Señor les ofrecía.
Confundieron la tierra con la promesa y pensaron haber llegado ya al final de
la carrera. Dios continuó llamándoles siempre más allá: “No endurezcáis hoy el
corazón…”. Lo mismo nos puede pasar a nosotros: acomodarnos en ese sitio donde
encontramos un terreno fértil, una comunidad que nos acoge y donde podemos
expresarnos, donde encontramos un sentido. Esto nos ha pasado también a gran
parte de la Iglesia. Hemos confundido el medio con el fin y hemos cavado
nuestra propia tumba. Encontraremos un final, por mucho que invoquemos a un
espíritu al que ya no escuchamos, pero nunca el descanso. Descansar en el Señor
es dejar nuestro propio ser en sus manos, tal como Jesús depositó en ellas el
espíritu justo antes de morir. Los textos evangélicos dan pie a la discusión
sobre si Jesús murió en la desesperación
o en la confianza. En cualquier caso, creo, lo haría en equilibrio sobre el
filo del ateísmo. Allí la angustia y el abandono concluyeron desembocando en ese
expirar que, desde nuestro papel de testigos, sólo puede ser valorado como un
descanso para él, como para tantos otros. Lo único cierto que podemos saber es
que su muerte, creyente o no, fue una muerte en Dios. El silencio de
Dios en la cruz es la expresión máxima de su donación mientras lo sostiene
todo.
Sin detenerse jamás, Jesús llegó hasta el límite de
lo humano, posiblemente sin comprender el por qué, pero pudo finalmente
descansar. Para cualquiera, el asentamiento es la podredumbre de la raíz. La
palabra de Dios, sin embargo, “es viva y eficaz, más tajante que espada de
doble filo”. Jesús fue encarnación de la Palabra y deslindó en vida toda
frontera entre el alma humana, el mundo y el corazón de Dios. En su muerte, se
afirma, Jesús descendió a los infiernos, allí buscó a Adán, arquetipo del
hombre que se busca a sí mismo olvidando todo lo demás y al encontrarle pudo decirle:
“Despierta tu que duermes… levántate, imagen mía, creado a mi semejanza. Levántate,
salgamos de aquí, porque tú en mí y yo en ti, formamos una sola e indivisible
persona”. El silencio del día de hoy, el sepulcro que sería necedad según el
mundo está llamado a ser matriz para un nuevo ser humano que sea capaz de organizar
ese odnum viviendo según la indivisible persona que surge de su unión con Dios
hecho hombre, con el hombre que se supo Dios. Tenemos la oportunidad de hacer
de nuestra alma un sepulcro nuevo, no uno donde se acumulan los huesos y se
convierte en monumento arqueológico, sino uno en el que hayamos creado el
silencio y el espacio necesario para acoger al Dios muerto que lleva consigo
todas las muertes y a todos los muertos. En ese espacio y silencio que disponemos
para él puede obrarse el milagro, pero no sólo para nosotros. Así lo
manifiestan las semillas y las crisálidas. No estamos llamados a permanecer
donde encontremos el sentido, pues el sentido es siempre esquivo, como el
horizonte. Estamos llamados ser el espacio donde el amor de Dios pueda
expresarse y encontrarse con todos.
El espacio de la crisálida |
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