19/04/2019
Sin olvidar a nadie.
Viernes Santo.
Is 52, 13 – 53, 12
Sal 30,2. 6. 12-13. 15-17. 25
Heb 4, 14-16; 5, 7-9
Jn 18, 1 – 19, 42
Jesús hizo
de su vida una completa donación y llegó, ciertamente, a entregarla hasta el
final porque no podía retener nada para sí. La cruz, lo hemos dicho ya más
veces, fue el resultado de su vida y fue también la prueba de la veracidad de
su persona y de su experiencia. Los primeros cristianos encontraron en el texto
de Isaías la revelación de que aquel siervo legendario había conocido realmente
a Dios en su sufrimiento, vieron en él una prefiguración de Jesús y
comprendieron que también él había obtenido ese conocimiento. Había conocido
realmente a Dios y conociéndole a él se conoció a sí mismo pues ambos compartían
una misma esencia y un mismo corazón que Jesús fue descubriendo poco a poco. No
hubo ya distancia ni barrera alguna entre ambos. Fue, en sus propias
coordenadas y con su cuerpo humano, uno mismo con Dios. Esta unión abrió la
puerta a los acontecimientos posteriores pero a los ojos de los suyos, sin
embargo, todo concluyó truncándose por la muerte. De ahí la gran decepción: ¿De
qué servirá entonces tanta intimidad con el Padre si todo termina en un grito
de abandono?
El autor de la cata a los Hebreos, iluminado ya por
la Pascua, comprendió que Jesús había, ciertamente, traspasado los cielos para
ser el gran colaborador de Dios que puede justificar a muchos por haber
aceptado libremente una carga que no le correspondía. “Yo no he sido” gritan
siempre los niños. “Aquí estoy” dijo simplemente Jesús. A partir de esa
aceptación, Jesús fue creciendo y aprendió sufriendo a obedecer. La obediencia
es la escucha atenta, no el mero acatamiento. Desde ella se puede conocer en
profundidad y discernir en libertad. Nadie ama el sufrimiento; para nadie es
sencilla la renuncia que surge de la confrontación del mundo propio con la
alternativa propuesta por el Padre. Pero esa progresiva unidad hace que el
contraste no pase desapercibido. Jesús buscó la voluntad del Padre como se
busca a la amada: dejando atrás a todas las demás. Y esa voluntad revelada a, y
en, los pequeños insistía en darles a éstos tanta vida como los demás les
quitaban. Cuando esos demás comprendieron que la justicia reclamada por Dios en
boca de Jesús no tenía nada que ver con la caridad que ellos pregonaban,
pusieron a Jesús en su sitio. En una de tantas cruces entre todas las que abrazaban
a los malhechores. La respuesta de la humanidad a Dios fue, como siempre,
colocar a su enviado donde no pudiera molestar, destrozar sus pretensiones y
acorralar a sus seguidores. Desde allí podremos rezar con el salmista: “A ti
Señor me acojo… me han olvidado como a un muerto… sálvame por tu misericordia”…
No me dejes sucumbir y mantenme firme en este lugar, compartiendo el destino de
mis hermanos.
La invitación para nosotros hoy es vivir la cruz
con los que el mundo juzga merecedores de ella. Es la vocación común de la
Iglesia y de todos los hombres de buena voluntad: no simplemente encontrar un lugar,
una cruz, sino a quien abrazar en ella y con ellos denunciar su abandono, el
enriquecimiento de los poderosos y la sacralización de órdenes sociales y
económicos ajenos al amor de Dios. El objetivo final es construir ese mundo
nuevo sin olvidar a nadie, responder a este orden perverso con alternativas
pacíficas, diseñando realidades fraternas y acogedoras que nos acerquen al reinado
de Dios.
Sin olvidar a nadie |
Sí,cada uno desde su singularidad
ResponderEliminarLa que nos hace a cada uno especial y a todos, hermanos
ResponderEliminar